Si no fuera que tengo un lindo espacio por cubrir –y si no fuera que no me gusta caer en facilismos– resumiría el 2006 deportivo de nuestro país con un “en el año de los Mundiales, los únicos que ganaron fueron los Murciélagos”. Sin embargo, como tengo un flor de espacio para escribir y ese cliché que empeora nuestras virtudes me da en la quinta costilla, preferiría arrancar preguntándome: “¿Qué carajo nos creemos los argentinos?”.
Muchos de nosotros nos burlamos de ciertas sentencias de los políticos. De Eduardo Duhalde podemos recordar aquello de que los argentinos estamos condenados al éxito. Cuánto denostamos a Duhalde por ello (ni que hubiera sido lo mas grave, ¿no?); al fin y al cabo, cuando hablamos de deporte, pareciéramos partir desde la premisa de que no nos merecemos nada que esté por debajo del título de campeón mundial. Imaginen un país líder en producción industrial, en lucha contra la corrupción y el narcotráfico; un país récord en continuidad democrática, alfabetización, nutrición y desarrollo infantil, derechos humanos, garantías constitucionales; un país capaz de desterrar la inflación, el desprecio por los ancianos, el trabajo de los pibes o la indiferencia de los nuevos ricos.
¿Imagina usted, en este contexto, a la Argentina? Claramente, no. Y por cierto, estoy lejos de ser un cipayo que desprecia lo propio. Al contrario, estoy convencido de que una buena forma de hacer patria es la de dejar siempre en la superficie los asuntos pendientes. Y amar a la Patria seguro que excluye esto de hacerse el gil y dejar que todo pase mientras no me joda demasiado.
Entonces, ¿desde qué lugar los argentinos creemos que merecemos un deporte mejor que el que tenemos? Le digo más: ¿usted, que se queja porque Las Leonas fueron terceras, el básquet, cuarto; y el fútbol, quinto, ¿no pensó que por ahí nuestros muchachos y muchachas construyen un deporte milagrosamente exitoso para el nivel global que tiene el país?
Es curioso, pero la misma sociedad que justifica la violencia del fútbol adjudicándosela al fenómeno de violencia social es bien tajante a la hora de separar al deporte y al país en lo que a performances se refiere. ¿Qué nos lleva a creer que el deporte no es la consecuencia de lo que se genera institucionalmente? ¿Cuánto revisamos del Primer Mundo deportivo a la hora de establecer que, sin aporte público y privado, no hay posibilidad de suceso en ninguna parte... menos en la Argentina? Probablemente, la respuesta la encontremos en alguno de los libros de Arturo Jauretche.
El deporte argentino es un auténtico milagro. Pocos dirigentes idóneos, poca infraestructura, poco presupuesto no siempre bien distribuido o pagado a término –jamás pediría más para el deporte viendo que no alcanza para los maestros, los pibes y los viejos–; hasta me animaría a decir poco aporte de los medios que en general colocan al límite de lo oprobioso difundir nada que no sea Boca, River y un poco más de fútbol.
Crítico a la hora de hacer muchas lecturas, en este caso me obstino en acercarlo a usted a una postura comprensiva. Los argentinos tenemos referentes a nivel mundial en fútbol, tenis, hockey sobre césped, hockey sobre patines, boxeo, rugby, golf, atletismo, natación, yachting, básquet, vóley, pelota, remo, yudo y me estoy quedando corto. Cuando hablo de referentes me refiero a semifinales olímpicas o mundiales en los últimos diez años. Sin siquiera ponernos a analizar con qué estructura contamos aquí respecto del resto del planeta, los desafío a que averigüen cuáles son los países que responden en semejante nivel en no menos de 15 o 20 deportes diferentes.
La lista incluirá a Estados Unidos, Rusia, China, Alemania, Francia, Italia, Suecia, Australia, Canadá, y ya no me animo a asegurar que por ahí también pinten España. Cuba, Noruega, Sudáfrica, Suiza o Brasil. Entonces, ¿me puede alguien explicar qué hace el deporte argentino entreverado en una lista de países a los cuales miramos a distancia en cualquier rubro vinculado al desarrollo?
Una vez que nos paremos en el lugar adecuado, podremos empezar a discutir. Y aun así, nadie en el mundo depreciaría ser finalista de la Copa Davis, tener un campeón mundial juvenil en atletismo, una finalista mundial en natación o un quinto puesto en un Mundial de golf por equipos.
Es cierto que la misma desmesura con la que ubicamos a nuestros héroes de la pelota en un trono por compartir con Belgrano o San Martín nos lleva a condenar a los que no ganan. Desde medios que no ganan exigimos deportistas que sí lo hagan. Desde gobiernos que no ganan premiamos sólo a deportistas que sí lo hacen. Desde un país que no se anima a ganarse a sí mismo, abochornamos a todos los que no son capaces de subirse al primer lugar de un podio.
Detrás del famoso “siempre nos faltan cinco guitas para el peso” se esconde la aviesa intención de quienes exigen ganar a cualquier precio, quizá como si quisieran justificar una buena vida malhabida.
Repaso estas líneas y tengo la sensación de que en esta mañana de Nochebuena un dedo acusador saldrá desde dentro de su diario hasta tocarle la nariz. Juro que no es la intención y pido disculpas si así le cae. Sucede que, desde el lugar de un periodista apasionado por el deporte y testigo de buena parte de las gestas de nuestros pibes, le aseguro que también en esto nos han maleducado.
Periodistas, entrenadores, políticos, traviesos de la empresa multimediática y filósofos de café nos vienen convenciendo de que no sirve ninguna otra cosa que ganar. No importa si te regalan una radio, si comprás una ley o adulterás un DNI. Lo que importa es que ganes. Y si algo apasionante tiene el deporte es que también se puede perder.
Cómo imaginar una multitud ansiosa por un gol de triunfo si, como contracara, no existiese la posibilidad de un contraataque de derrota. Por eso, me resisto a un 2006 con ojo exitista. Y a que usted crea que lo estoy acusando de pensar equivocado. Sólo quería aprovechar esta columna para hacer catarsis.