La otro noche la vi a Chiche en una de las aburridísimas reuniones de mi amigo Santiago, donde siempre se habla de política en términos que en poco y nada contribuyen a pensar el futuro de la Patria, asunto particularmente importante en un día como hoy, en el que deberíamos estar celebrando algo así como la Independencia, pero en el que nos encontramos, en cambio, en uno de los momentos más bajos de nuestra historia cívica (para momentos oscuros, seguimos teniendo a la dictadura cívico-militar como pozo sin fin de abominaciones). Vuelvo a Chiche, a quien me cuesta seguir muchas veces. En un momento la escuché quejarse de aquellos que entorpecen al Gobierno impidiéndole, cito textualmente, “la gestión de los bienes y de la vida”.
Lo que yo puedo decir sobre el asunto es muy sabido: para lo único que serviría un “buen gobierno” es para promover (a través de la educación) que cada uno gestione su propia vida, es decir, para que alcance la soberanía sobre sí. Pero es difícil explicarle a Chiche, que siempre se negó a leer a Foucault y a Agamben pese a mis persistentes recomendaciones, que la administración de lo viviente es uno de los aspectos más sombríos de la biopolítica actual. Que el Estado decida sobre estas cuestiones tan delicadas ya es bastante escandaloso, que mi querida Chiche pretenda que no lo obstaculicen en esa misión fascistoide es para protestar en alta voz, pero lo que más desasosiego causa es que ninguno de sus interlocutores, esa noche, haya insinuado que encomendar la totalidad de lo viviente a la vigilancia del Estado es resignar toda hipótesis emancipatoria y aniquilar todo deseo y todo proyecto de felicidad: resignarse al contentamiento.
Contentarse es el tono de este Bicentenario que no nos encuentra más independientes de la Metrópolis (Telefónica, Real Academia Española, el Imperio Británico, etc.), sino acaso más sabios en lo que nuestra dependencia implica y más pesimistas en cuanto a nuestro futuro.
Es como si nos hubiéramos quedado sin deseos de emancipación (sin hipótesis de felicidad comunitaria) y sólo nos correspondiera la esperanza vaga de una vaga ilusión: la crisis global del capitalismo o una catástrofe natural como únicas salidas posibles a este momento de desasosiego, como únicos desencadenantes de las potencias de la imaginación que, lo sabemos, nos habitan como el alma inmortal latinoamericana. ¿Qué nos pasó? ¿Por qué los latinoamericanos no pudimos dotarnos, en estos doscientos años, de las herramientas necesarias para afianzar los proyectos de los padres de nuestras patrias? Culpar exclusivamente al Imperio sería casi tan necio como culpar a las palabras (el carácter heteropatriarcal de nuestros fundamentos). Atrás de esas verdades (Imperio, capitalismo y patriarcado) están nuestros sueños dañados y nuestro conformismo.