Corría 2004 y nos deleitábamos mirando un programa de televisión estadounidense llamado Queer Eye for the Straight Guy, en el que cinco gays particularmente simpáticos y refinados, cada uno especializado en una disciplina particular, aconsejaban a un heterosexual drogón y con sobrepeso para afrontar con refinamiento y simpatía un evento particular –y en el mejor de los casos a cambiar de estilo de vida. El programa era muy divertido: los gays “intervenían”, en sentido literal y metafórico, la vivienda del heterosexual que necesitaba pedir la mano de su novia o acudir a una cena de fin de año con los directivos de la empresa donde trabajaba.
En cualquier caso, siempre se trataba de un muchacho con exceso de peso, que vivía en un departamento que requería limpieza y al que había amueblado y decorado con un mal gusto ejemplar. A eso se sumaban una serie de equivocaciones: usaba la ropa equivocada, calzaba los zapatos equivocados y tenía el corte de pelo equivocado. La ocupación gay revolucionaba la vida del muchacho: lo obligaban a llevar una dieta y comer sanamente, le compraban ropa y calzado adecuado, redecoraban enteramente su vivienda, dependiendo del caso le enseñaban a cocinar un plato afrodisíaco y también pequeños y rápidos tips artísticos con los que impresionar a su prometida o a los asistentes a la fiesta. Luego, los cinco mosqueteros se sentaban a ver, a través de cámaras ocultas distribuidas en la vivienda del sujeto, el resultado de la intervención. Todo siempre salía según lo planeado.
Recordé ese programa la otra mañana, cuando anunciaron el Premio Nobel de Literatura 2019. Hablo en particular de Peter Handke porque desconozco todo respecto a Olga Tokarczuk, de quien hasta la fecha hay al menos dos novelas traducidas al español que no he leído.
Lo único que sé de Tokarczuk es que escribe novelas, no canciones, lo que desde ya me parece un avance. Handke ha escrito novelas, cuentos, poemas, teatro, ensayos, y hasta dirigió un par de películas.
Como si eso no bastara, Handke hizo aquello que personalmente reclamo a todo escritor, esto es que momentáneamente deje de ocuparse de su propia obra y se dedique a traducir a otro, cosa que Handke hizo varias veces, traduciendo al alemán a Emmanuel Bove, René Char, Jean Genet, Julien Green y Francis Ponge, entre otros autores franceses (Handke, austríaco nacido en 1942, vive en la periferia de París desde 1970).
Después de los escándalos de filtraciones y abusos de 2018 (el annus horribilis de la Academia Sueca), que provocaron la dimisión de ocho de sus dieciocho miembros, lo que sumió a la institución en el caos, consiguieron “regenerarla”. Por primera vez, el comité del Nobel incorporó a cinco especialistas externos para realizar la preselección de los aspirantes. Así llegaron a Handke, un escritor de una producción indiscutible y al mismo tiempo una incorrección política inadmisible en cualquier otra edición del Nobel (Handke apoyó abiertamente a Milosevic durante la Guerra de los Balcanes). De modo que el Nobel de Literatura volvió a ser un premio concedido por una obra literaria y no un Premio Nobel de la Paz por otros medios.
Es como si cinco gays hubiesen hecho su entrada en la Academia y luego de ponerse a revolver en el guardarropas hubieran decidido tirar todo a la basura y aconsejarle al individuo en estado crítico que de ahora en adelante debe usar desodorante y polvo pédico. Quién sabe cómo seguirá esto en los años venideros, pero el premio a Handke es un buen comienzo –o una demostración de que, al menos momentáneamente, los miembros de la Academia dejaron las drogas y el alcohol y se dedicaron a trabajar en serio.