Durante la noche de la dictadura, Madres de Plaza de Mayo encontró el talón de Aquiles del régimen militar. Su acción, sacrificada y heroica, sirvió para instalar un valor nuevo, colocado más allá de cualquier parcialidad política: el de los derechos humanos. Es difícil imaginar la construcción de la democracia sin ese valor, que legitimó la democracia institucional, el pluralismo y el Estado de derecho. Esa contribución bastó para legitimar a Madres de Plaza de Mayo, pese a su temprano apartamiento de esos principios, que pronto se tradujo en un distanciamiento de las otras organizaciones de derechos y en una disidencia inconciliable con la Línea Fundadora. Hasta ahora, Madres de Plaza de Mayo tuvo la insignia y la franquicia de los derechos humanos. ¿La sigue teniendo?
Nuestra democracia avanzó por sendas muy diferentes de las anunciadas en 1983. La institucionalidad republicana fue dejando lugar al muy clásico principio caudillista. La convivencia política derivó en el faccionalismo y la intolerancia. El Estado de derecho dejó lugar a un Estado prebendario, una máquina de repartir beneficios entre los amigos del Gobierno, a veces, con la bandera del liberalismo y otras, con la del estatismo. Un recurso adecuado para construir poder mediante la corrupción.
Madres de Plaza de Mayo ha seguido este derrotero paso a paso. Desde hace mucho tiempo, Madres es sinónimo de su presidenta, la señora de Bonafini. No sabemos cuántas son hoy las madres vivas y activas. Se las ve poco y se las oye menos aún. Sabemos, en cambio, que en torno de la presidenta se ha reunido un conjunto variado, que incluye militantes de causas justas, profesionales de la gestión o, simplemente, aprovechadores.
Madres abandonó aquella distancia de las posiciones políticas que cimentó su fuerza moral, entró de lleno en la política y lo hizo por el carril más violento e intolerante. Participa en el debate sobre los años setenta, defiende sin matices a quienes practicaron el terrorismo y extiende esa defensa a las más terribles acciones terroristas contemporáneas. Su reivindicación de los derechos humanos se aleja de la idea de fundar el Estado de derecho y la soberanía de la ley y se identifica exclusivamente con el castigo a los culpables del terrorismo de Estado, por la vía de la ley o, si fuera necesario, al margen de ella. A esa sola cuestión, más parecida a la venganza que a la justicia, han reducido el problema de los derechos humanos.
Madres se ha sumado al frente político del Gobierno, que se legitima con su exhibición. Pero además, ha ingresado de lleno en la lógica prebendaria que constituye la esencia del actual gobierno. En torno de Madres se ha formado un conglomerado empresarial, cuyo núcleo está hoy en la construcción de viviendas. Como en el caso de otras organizaciones sociales, los fondos provienen del Estado. Es fácil advertir en la operación un manejo discrecional, una contabilidad complaciente y también contraprestaciones políticas de los beneficiarios. El reciente episodio de Resistencia desnudó la crudeza de la operación, que ya no puede ignorarse.
El problema no está específicamente ni en su mensaje tan violento y faccioso, ni en el prebendarismo. Hay muchos otros casos en la Argentina, tanto más graves. El problema está en la destrucción del valor simbólico de una institución que, en su momento, representó el valor absoluto de los derechos humanos. Corromper y destruir este símbolo ha sido uno de los mayores daños que este gobierno ha infligido a los derechos humanos, una cuestión que incluye el juicio a los responsables del terrorismo de Estado, pero también otra infinidad de problemas y demandas que alguna vez pensamos que debían resolverse en el marco de la ley y al amparo de un valor moral absoluto. Ese valor está hoy dañado por la defección de Madres, que probablemente provoque desilusión y descreimiento. Por eso me pregunto quién podrá defendernos, a nosotros y a los derechos humanos, si alguna vez es necesario hacerlo.
*Director del Centro de Historia Política de la Universidad de San Martín.