No sólo ante la ley es mentira que somos todos iguales. Puestos a esperar mesa en un restaurante de moda, haciendo fila para renovar un documento o ante la toma de decisiones de un jefe en el laburo, tampoco lo somos.
En el ámbito del deporte, sea una actividad colectiva o aquella en la que, circunstancialmente, un grupo de individualidades compite dentro de un mismo equipo, las decisiones quedan en manos de un juez –léase entrenador, capitán, dirigente, etc.– que en el 90 por ciento de los casos está condicionado por el peso específico de las personas que puedan verse afectadas por esa decisión. Fíjense, si no, el escenario que se plantea con el lugar para disputar la final de la Copa Davis (a propósito, jamás en la historia del certamen se tardó tanto en definir una sede, lo que nos deja en evidencia ante la FIT como una nación, institucional e infraestructuralmente, de segundo orden): la discusión es entre Córdoba y Mar del Plata.
A la primera la impuso, con absoluto derecho, David Nalbandian: más allá del asunto de la cancha en sí, el unquillense perfectamente podría haber pedido jugar en su casa, aun si se hubiese tratado de hacerlo en polvo de ladrillo. La otra, dicen, cuenta con el respaldo deportivo –a mi entender, el único que debería ser tomado en cuenta, prescindiendo de patéticas operaciones políticas de las que Córdoba o Buenos Aires tampoco estuvieron despejadas– de Juan Martín Del Potro. Personalmente, nunca escuché hablar del tema al flamante número 9 del mundo –como no tengo palabras para calificar su presente, preferí desplazar de esta columna la maravilla que gestó en Japón– pero por su influencia en el equipo, también le asisten voz y voto para pedir una sede afín a sus deseos y a los de su gente más cercana.
Sin embargo, no parece haber demasiada preocupación por las opiniones de los demás potenciales integrantes del equipo. Por cierto, ninguno de ellos, ni siquiera David y Juan Martín, tiene garantizado el lugar en el equipo que jugará con España. En el caso de estos últimos, sólo por estar expuestos a imprevistos extradeportivos en los que nadie quiere pensar. Pero para el espíritu de estas líneas, queda claro que se escuchan tanto las voces de Nalbandian y de Del Potro, como se prescinde de las de los otros dos nombres que estarán dentro del plantel y que, eventualmente, hasta podrían ser decisivos para ganar por primera vez la Copa.
Este que se planteó es un escenario singular: los máximos exponentes del deporte individual se unen dentro de un mismo equipo con un objetivo común pero sin dejar de competir por cuenta propia... salvo en el dobles, claro. Es más, probablemente sea mucho más admisible esta disparidad de egos en un equipo de tenis que en uno de básquet, uno de voleibol, uno de fútbol o uno de rugby.
En una competencia individual, es probable que el respaldo de un equipo se traduzca en un buen ambiente de convivencia que ayude a preparar mejor un partido o disputarlo bajo mejores condiciones anímicas. En una colectiva, afianzar un objetivo común es prioritario. Y si el 8 es mejor jugador y gana más plata que el 4, la clave de los grandes equipos es lograr que se note lo menos posible. Así debería ser en la cancha y también fuera de ella. Rara vez sucede.
Hace más de 20 años, cuando Los Pumas empataron en 21 tantos con los All Blacks, me tocó hacer la siempre cuestionable calificación individual (¿cómo evaluar a treinta tipos en un mismo ámbito, con funciones y características tan disímiles?). “Llamó el director y dijo que suponía que a Porta le vamos a poner 10 puntos, ¿no?”, me comentó el jefe a cargo. Le dije que no, que pese a que Hugo había marcado todos los tantos de la Argentina, no sólo no había sido el mejor jugador de la cancha, sino que ni siquiera se había desempeñado tan bien como en el primer partido en esa serie contra los neozelandeses. Además, ¿cómo establecer semejante prerrogativa en un deporte colectivo, en el que jamás podrá saberse si el genio jugaría igual en otras condiciones y con otros compañeros? El rugby es un deporte ejemplar en ese sentido: los mejores de la historia –Porta incluido– hicieron un culto de una frase dogmática: cada uno es una quinceava parte del equipo, ni más, ni menos.
En el fútbol, rara vez uno es sólo la onceava parte del equipo. Y así como, dentro de la cancha, los mejores necesitan aquel que les corra la gente, se raspe o le traiga la pelota a domicilio, fuera de ella también existe la famosa y muchas veces irritante figura de “los referentes”. Referentes no son necesariamente los que mejor juegan: suele ser más una cuestión de temperamento y de trayectoria (aun aquellos que recién llegan a un club, si llevan varios años en primera, llegan con el rótulo sellado en la frente) que de talento. Es más, difícilmente haya un club que, entre los referentes, no tenga o al arquero o a uno de esos ásperos defensores de ceño fruncido, golpe impune y pies torpes.
Carlos Ischia acaba de dejar fuera del equipo titular de Boca a Mauricio Caranta, un hombre que se ganó en buena ley no sólo el número uno en la espalda, sino que da toda la impresión de ser un futbolista con perfil de referente. Quizás, entre tanto cacique, en este Boca no le alcance para que su voz sea tan respetada por íconos con otra historia en el club; pero nadie debería discutir que es uno de los nombres de la columna vertebral de los tres últimos años del equipo. Y, la verdad, no debería ser noticia que un técnico tome decisiones de este tipo. Inclusive con un arquero, cuyo cambio siempre suele llamar más la atención que la de muchachos que ocupan otros puestos. También es cierto que el cordobés no atraviesa el mejor momento en el equipo, pero si hablamos de la defensa, lesionado Morel, no parece justo que la única huella que deje la mano del técnico sea en el arco. Es más, no son pocos los hinchas de Boca que querrían que se mechara un poco más a los pibes que la vienen bancando bien no sólo en resultado sino en juego.
Siempre es igual cuando un equipo pierde un par de partidos: los de afuera son la solución, aunque no terminen siéndolo. Pero en este presente de Boca, no tengo la sensación de que a Caranta le quepa más responsabilidad que a Cáceres, Paletta o Riquelme, tres jugadores que, como el arquero, no deberían dejar de jugar cuando están en buen nivel pero que en los últimos partidos han aportado tan poco como Mauricio. O como en más de una ocasión sucedió con Palermo, Ibarra, Battaglia o, en su momento, el mellizo Guillermo. En un Boca exitoso, se ve que es de alto riesgo sacar aunque sea un rato –contra su deseo– a alguno de los caciques: muy pocos técnicos parecen capaces de asimilar que, en el vestuario, alguno de los capangas le haga un loco.
Entonces, la toma de decisiones se corre de su eje y la relación de fuerzas se distorsiona. Y pasa a ser como ante la ley, puestos a esperar mesa en un restaurante de moda o en la cola para renovar un documento: no importa tanto lo bueno que seas, sino que la tengas más larga.