Hay algunas preguntas elementales para hacer después de que Néstor Kirchner se convirtiera en el mariscal de la peor derrota electoral del justicialismo en toda su historia. ¿Quién manda? ¿Dónde está el poder político real en la Argentina? ¿Hay que guiarse por el correcto discurso de Cristina en Tucumán o por las absurdas modificaciones del Gabinete que ordenó Néstor? Las palabras de la Presidenta van para un lado y los hechos de su marido para el otro. ¿Se trata de un intento genuino de independizarse por parte de la jefa de Estado en un día emblemático como el 9 de Julio o es jueguito para la tribuna previamente acordado con su jefe político? Los conceptos sensatos de Cristina estuvieron muy cerca de su mejor discurso: el que pronunció el día que asumió la Presidencia. Parecieron haber interpretado gran parte del reclamo de las urnas. Las decisiones de Néstor fueron casi una provocación que ratificó las peores torpezas y a los funcionarios que más irritan a la inmensa mayoría de los que votaron contra Kirchner y aun de los que votaron a favor. Casi todos los periodistas adictos al Gobierno criticaron la continuidad de Guillermo Moreno, que simboliza la mentira estadística que quebró gran parte de la credibilidad del Gobierno y la patota violenta contra trabajadores y empresarios. Nadie duda de que hoy es infinitamente más dañino que útil. Por eso, las dudas son pertinentes. ¿Podrá Cristina retomar el centro de la escena y sacudirse las manchas autodestituyentes que su marido le hizo a la investidura presidencial? ¿O está todo fríamente calculado para que la Presidenta utilice el maquillaje del diálogo institucional para comprar tiempo mientras Néstor sigue como un presidente de facto vengativo, escondido detrás de sus polleras? ¿Es una locura pensar en un divorcio político del matrimonio presidencial? La ceremonia de jura de los nuevos ministros se pareció mucho a una escena de ficción porque los dos hombres más poderosos de la Argentina ni siquiera estuvieron en los salones de la Casa Rosada. Néstor Kirchner y Hugo Moyano brillaron por su ausencia. Son dos de los argentinos con mayor imagen negativa que a estas horas se han convertido en los pilares en los que se apoya el Gobierno. Es la muestra más clara de la debilidad y el aislamiento con que los K deben afrontar la última etapa de su proyecto. Moyano fue un socio menor en los tiempos de gloria de Néstor. En medio del conflicto contra el campo, llegó a decirle que su propuesta dialoguista “era una estupidez”. El camionero no tuvo más remedio que tragarse ese sapo. Antes de las elecciones, en esta misma columna, hablamos de la “moyanodependencia” porque ya se trataban como pares y se necesitaban mutuamente. Hoy, Néstor está preso de Moyano. En menos de 48 horas le pasó por arriba con su camión al tucumano Mario Koltan al que habían designado para manejar una caja de 900 millones al año. “La caja se mira y no se toca”, pareció decir el líder de la CGT que con un solo amague de diálogo con Eduardo Duhalde, se quedó además con Aerolíneas Argentinas y con los 500 millones necesarios para que los empresarios atendieran los aumentos de sueldo para los camioneros.
La fragilidad de Néstor Kirchner es inversamente proporcional a la fortaleza de Hugo Moyano.
En este esquema, ¿Cristina tendrá margen para reconstruir con menos odio y más república su gobierno? En general, la oposición le abrió un módico crédito: ven una vaca y lloran porque ya se quemaron con leche. Pero toda la dirigencia opositora, peronista y no peronista, apuesta a fortalecer la gobernabilidad y evitar cualquier tipo de turbulencias antidemocráticas. Salvo algunos marginales cargados de veneno autoritario, todos necesitan que Cristina termine su mandato constitucional. Porque de lo contrario, el sistema sufriría una herida muy profunda y porque ninguno terminó de reorganizarse alrededor de un partido y un líder para convertirse en alternativa. Carlos Reutemann, Mauricio Macri, Julio Cobos, el peronismo o el radicalismo no están hoy en las mejores condiciones para hacerse cargo de semejante responsabilidad.
Hay que seguir muy de cerca los próximos movimientos de Néstor y Cristina para saber cuál de los dos marcará el rumbo. Ojalá nos equivoquemos, pero hasta ahora se han mostrado como una sociedad monolítica donde Cristina compró a libro cerrado todas las mochilas de plomo que su esposo colocó sobre sus espaldas. Repetir esa fórmula los lleva al suicidio político. Es un lugar común señalar que insistir con los mismos mecanismos y buscar resultados distintos es la definición de locura. Muy pronto, la sociedad comprenderá definitivamente en manos de quién estamos.
Por ausencia de hábito, es improbable que Néstor Kirchner haya leído el libro Las decisiones absurdas, del francés Christian Morel. Este triple licenciado en Ciencias Políticas, Economía y Sociología se ha dedicado a estudiar la actitud recurrente de las personas que cometen errores no forzados que los llevan irremediablemente al lugar contrario al que quieren ir. Este ha sido el comportamiento de Kirchner por lo menos desde que eyectó a Roberto Lavagna de su gobierno. Morel planteó en un reportaje concedido al diario La Nación que son múltiples las razones que pueden llevar a un dirigente a tropezar siempre con la misma piedra. Hay errores de representación, de atención, de transgresión o por simple desconocimiento técnico que empujan a una persona estresada a tener un razonamiento infantil, perceptivo e intuitivo para economizar la energía que necesita un razonamiento analítico.
La invención de Morel es un remedio que propone para disminuir las posibilidades de tomar decisiones absurdas: aumentar el nivel de circulación informativa, la formación permanente, y reemplazar la cultura de la culpabilización por la del aprendizaje a través del error.
Néstor Kirchner hizo y sigue haciendo todo lo contrario.
No deja de quemar su capital político por intoxicarse con información de los servicios de inteligencia, no abreva en las nuevas corrientes del pensamiento estratégico y está enfermo de una visión conspirativa de la vida que lo obliga a poner siempre las culpas afuera y a no reconocer un error jamás.
Está lógica motorizada por las ansias de revancha contra todos los “traidores” que va pariendo es la que fractura a la sociedad y fomenta el odio. Es el peor de los pecados de Kirchner. Será su herencia histórica más terrible. Ha llevado el maniqueísmo a su máxima expresión desde la dictadura militar y desde el primer peronismo. Por eso el kirchnerismo fue la cuña que resucitó el gorilismo, rompió amistades personales de toda la vida y partió aguas en los partidos, los organismos de Derechos Humanos, los artistas y el periodismo. Un ejemplo doloroso, casi stalinista: Leonardo Favio pidió borrar la dedicatoria a Felipe Solá de todas las copias de su film Aniceto, como un castigo por haber huído del kirchnerismo. Julio Bárbaro suele decir que Kirchner entiende las relaciones políticas como un acto de sumisión. No hay término medio: sos esclavo o enemigo.
Este es el mayor peligro para el clima de tranquilidad que necesita Cristina para recomponerse y relanzar su gobierno. En su caída a pique, Kirchner ha multiplicado sus malas artes y eso es una constante incitación a la violencia de grupos menores y a los cacerolazos de las clases medias. Ha potenciado su falta absoluta de escrúpulos para utilizar los servicios que conduce Héctor Icazuriaga con el fin de espiar a adversarios políticos, flamantes ex amigos o periodistas molestos en la búsqueda de aspectos sucios que alimenten carpetazos. Mantiene firme el manejo de la caja o de la AFIP como azotes contra los rebeldes. No hay antecedentes de tantos afiches truchos contra Mario Das Neves, Pino Solanas, Daniel Filmus o Francisco de Narváez que financiamos todos los argentinos aunque su efecto real sea minúsculo. Salen de la misma cueva y sólo tienen el objetivo de amedrentar. De meter miedo. “Grupos de tareas”, calificó Das Neves a los responsables que identificó como Guillermo Moreno y Rudy Ulloa Igor, la Armada Brancaleone Pingüina. Todavía siguen presionando a empresas para que no contraten a determinados profesionales o a dirigentes para que no establezcan alianzas con quienes los abandonaron. Es tanta la desmesura y la obsesión por exterminar al “enemigo” que muchos pueden terminar en el exilio como Gustavo Béliz, vaciados de perspectivas políticas como Sergio Acevedo o sin publicidad oficial y de algunas empresas privadas amigas como muchos periodistas independientes. Ilegales escuchas telefónicas y hackeos de blogs más la declaración de muertos civiles conforman el menú oficial de persecuciones repugnantes. Las padecen incluso Alberto Fernández, Sergio Massa o Pablo Bruera por el solo hecho de haber sido mensajeros de malas nuevas o por haber intentado evitar hundirse en medio del maremoto ciudadano contra Néstor Kirchner. No en vano el 70% de los votantes se expresó contra Kirchner. Tiene 47% de imagen negativa, una de las más altas después de Luis Patti. Ese nivel de rechazo lo descalifica para cualquier polarización en una probable segunda vuelta electoral. Mirando a 2011, eso lo coloca en las mismas condiciones que su amado-odiado Carlos Menem en 2003.
Hay dos mujeres que en estas horas encarnan esa persecución kirchnerista que Guillermo Moreno ejecutó: Graciela Bevacqua y Susana Andrada.
La ex directora del Indice de Precios al Consumidor (IPC) con 16 años de excelencia profesional en el INDEC se negó a violar secretos estadísticos y malversar documentación pública. Resistió las presiones y cumplió con la ley y con sus valores éticos. El mismísimo Néstor Kirchner pidió su cabeza. Trataron de arruinarle la vida con todas las armas a su alcance. El colmo del autoritarismo y la desmesura fue la llamada que hicieron a Uruguay para que no le dieran trabajo a Bevacqua en un organismo similar al INDEC. No lograron quebrarla pero todavía hoy está bajo tratamiento psiquiátrico y con medicación.
Susana Andrada es presidenta del Centro de Educación al Consumidor y columnista de radio Continental. En noviembre de 2007, Moreno la denunció ante la Justicia acusándola de difamación para intentar desacreditarlo. La defensora del consumidor había comentado las amenazas, persecuciones y extorsiones que recibió de parte de Moreno. “Me intimidaba, me decía que mejor que no me meta con sus cosas, que me podía pasar algo”, fue su comentario en plena discusión sobre la intervención violenta de Moreno para dibujar los números del INDEC. En un reciente fallo ejemplar, el juez Julián Ercolini dijo que Andrada “ejerció su derecho de informar y emitir una opinión crítica sobre la actuación de un funcionario público en un tema de gran trascendencia pública”.
Ni Bevacqua ni Andrada son mujeres poderosas ni cuentan con el respaldo de algún partido político o empresa importante. Ambas trabajan esforzadamente para alimentar a sus tres hijos. Guillermo Moreno les tiró con todo el peso del Estado como el lugarteniente de Néstor Kirchner. Pero algo está cambiando. Bevacqua ya empezó a hacer algunos trabajos de consultoría en Uruguay y Ercolini sobreseyó a Andrada en esta acusación de injurias y en sus fundamentos recordó que Moreno “es un funcionario público que debe cargar con el deber de soportar, dada la función para la que fue investido, críticas de elevada magnitud.” Pese a la fama nunca probada de que Moreno solía poner una pistola sobre la mesa de los empresarios, esta vez sonó un tiro para el lado de la libertad de expresión.
La utilización del miedo como elemento disciplinador fue una constante en toda la era Kirchner y en diversos rubros. El silencio de casi todos los ministros y demás dirigentes fue producto del temor a ser castigado con gritos e insultos por parte de Néstor Kirchner ante el menor desvío del “discurso oficial”. Con Kirchner sólo hablaban los que estaban autorizados. El ex ministro de Economía, Carlos Fernández no era mudo. Pero no podía explicar ante los medios lo que él no decidía y decidía Kirchner por él. Sin embargo, Cristina en el momento más flojo de su discurso tucumano quiso justificarlo diciendo que “tal vez su único pecado haya sido no hablar demasiado”. Y le ordenó a Aníbal Fernández “que es un experto en buscar textos” que recuperara un viejo discurso suyo donde planteaba que un país es estable económicamente cuando nadie conoce quién es el ministro de Economía. Quiso convertir el silencio de Fernández en una virtud que en realidad era producto del temor. Y si hubiera sido una virtud, no se explica entonces por qué fue tan ninguneado primero y desplazado de su cargo, después.
Escenas de kirchnerismo explícito que obligan a no albergar demasiadas expectativas de que el positivo cambio que Cristina expresó sea algo más que una expresión de deseos. Conviene esperar. Ver para creer. Abrir las puertas a la opinión distinta y cerrarle las ventanas a la intolerancia de Néstor parece ser el mejor camino para frenar la hemorragia de poder político. Expulsar a Moreno, refundar el INDEC, liquidar los superpoderes, recuperar la independencia del Consejo de la Magistratura, volver a darle prioridad a todo tipo de producción (industrial y agropecuaria), implementar cuanto antes el ingreso ciudadano universal a la niñez, eliminar el IVA a la canasta básica de alimentos, repartir en forma más justa y federal el dinero de la coparticipación y enterrar definitivamente el látigo pueden conformar el mejor mapa para salir del laberinto. Es una gran oportunidad, tal vez la última. Si así no lo hicieren, como repitió Cristina el jueves: que Dios y la patria se los demanden.