COLUMNISTAS

Racing Blues

Pueden decir que los amantes de Racing –la palabra hincha es ridículamente insuficiente en este caso– poco sabemos de fútbol y de vueltas olímpicas.

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“Cuando se elimina lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, es la verdad.
Pero ¿qué sucede cuando no se puede eliminar lo imposible?”
Arthur Conan Doyle (1859-1930)

Pueden decir que los amantes de Racing –la palabra hincha es ridículamente insuficiente en este caso– poco sabemos de fútbol y de vueltas olímpicas. Quizá. Pero, eternos perseguidores del horizonte, apasionados sin remedio ni culpa, sabemos del amor y eso no es poco. Racing es más que una imposibilidad ontológica; es el punto más alto de la melancolía en un país que inventó el tango y venera al blues. El club, sus equipos, su gente, todo ese extraño universo, son el espejo de su propia historia. Argentina y el Racing Club comparten colores y un destino trágico: el de sentirse campeones morales, incomprendidos eternos, ninguneados por un universo hostil que desprecia toda esa grandeza.
Lo que ya molesta un poco es ese sentimiento de piedad que despertamos en los otros. Son muchos años. Nadie entiende bien cómo se sostiene esa dignidad sin resignación frente a los burócratas del éxito ajeno, nuestra épica; la euforia que estalla ante cualquier triunfo de morondanga, aunque se juegue tan mal como el viernes contra Newell’s. ¿Cómo explicar a Racing? ¿De qué hablar? ¿Del hoy? ¿De cómo, uno a uno y sin previo aviso, fueron vendidos todos los jugadores que el pobre técnico Costas juzgaba imprescindibles para su proyecto? ¿Del escuálido promedio de puntos? ¿De los papelones diarios por la falta de pago? ¿De la ridícula pelea con River por un arquero paraguayo al que nadie vio jugar? ¿Del arribo de una exótica legión extranjera, cuyo último exponente es el Choro Navia, un punta chileno amante de las señoras y los buenos caldos? Me niego. Hurguemos en la historia. Quizá allí haya algunas claves que develen el misterio.
Racing fue multicampeón en los inicios del siglo XX, épocas de amateurismo, gobiernos conservadores y Gardel cantándole a Ochoíta, “el crack de la afición”. Allí nació su mote, La Academia. Volvió a ser exitoso con el muy peronista tricampeonato del ´49, ´50 y ´51 y llegó a la cima en tiempos del viscoso onganiato: el próximo miércoles se cumplen 40 años de la Libertadores ganada al fiero Nacional de Montevideo. Chapeaux. El 4 de noviembre será el turno del inmortal zapatazo del Chango Cárdenas, ese milagro en blanco y negro que de tan repetido, algún día pueda estrellarse en el travesaño y nos obligue a escribir un cuento borgeano de final fantástico. Lo único que nos falta.
¿Después? La nada. Una caída lenta, inexorable, fatal. La imposibilidad desarrollada hasta límites sorprendentes. En Racing fracasaron los técnicos más exitosos: Zubeldía, Lorenzo, Labruna... Todos. Para colmo de males, la irrupción de Bochini, ese gnomo perverso, nos condenó a la larga desdicha. Cada tanto, fugaz, aparecía algún buen equipo que siempre quedaba en el camino. Después, la B. El desahogo de la Supercopa ‘88 y el Apertura ganado con Merlo después de 35 años de sequía, el 27 de diciembre de 2001. Una patética celebración en la semana de los cinco presidentes, mientras la Argentina fallecía de crisis terminal. Racing ya había quebrado un poco antes que el país, en 1999. Sus conducciones fueron igualmente desastrosas, corruptas, de notable ineptitud. “Racing Club ha dejado de existir”, falló la Justicia y a nadie le importó nada, claro. Imposible eliminar lo imposible, caballeros, así de circular. Entonces sucedió una revolución, si me permiten... sartreana. Condenado a ser libre, Racing, es decir sus amantes, llenaron una cancha sin partido; y hubo marchas, procesiones, escraches y un milagro. Rácing murió y volvió a la vida, esa rutina tan argentina.
Después, fue privatizado. Institucionalmente existe y hasta parece que funciona, pero nadie decide: mandan los dueños, la gerenciadora. Esas cosillas que suceden con los países periféricos y el fenómeno de la Deuda. El manejo quedó en manos de la pequeña firma llamada Blanquiceleste que, según jura su actual titular, Fernando De Tomasso, es capaz de perder o dejar de ganar dinero sólo para cumplir su cruzada: pagar la quiebra y devolver el club a sus socios. Conmovedor.
A ver, ¿por qué insistir en ser de Racing? ¿Por qué no rendirse ante la imposibilidad? Pues... porque es cierto que lo imposible sigue siendo preferible a lo improbable. Y porque el amor, como la vida, es raro, inmanejable. Hay cosas que me emocionan, que me estacionan un nudo en la garganta: la tercera sinfonía de Gorecki, el final de Crear una pequeña flor es un trabajo de siglos de Abelardo Castillo, o Round’ Midnight tocada por Monk. Eso sí, lloro como un bebé cada vez que escucho una vieja grabación del “...y ya lo ve...” No falla. Porque era muy chico pero los vi. Vi al Equipo de José y en uno de esos partidos, recuerdo, tímidamente me acerqué al ejército ensimismado de la tribuna, esa tribu errante, furiosa y naif que se mudaba de arco a arco sedienta de gol; y me animé a hacerlo. Agarré la punta de una bandera, la más grande, y salté, salté. Entonces me sentí parte de un animal feroz, único, incansable. Y ahí sigo todavía. Con el orgullo incomparable de los que eligen morir de amor.