L’objet littéraire comme ready-made” es un viejo artículo de Bernard Pingaud, publicado en el número de la revista francesa L’Arc dedicado a Marcel Duchamp. Pingaud es un veterano del nouveau roman, un hombre de la casa Minuit, amigo de Marguerite Duras y Robert Antelme, situación que marca, ya por sí misma, una constelación de relaciones, hipótesis y conflictos de gran densidad estética y política, sobre la que en algún momento habrá que volver. Pero, por ahora, prefiero dejarlo para más adelante. En ese mismo número de L’Arc, el crítico Gilbert Lascault (autor de un interesante libro llamado Ecrits timides sur le visible) escribe lo siguiente: “Para Duchamp, como para Jarry y la patafísica, cada cosa puede ser convertido en su contrario”. Esta frase parece definir escrupulosamente al ready-made: un mingitorio convertido en obra de arte, lo uno transformado en su opuesto, la orina devenida objeto de contemplación estético. Pero si pasamos al ensayo de Pingaud, allí se encuentra una frase enigmática y quizá terrible; una frase que parece desafiar los escrúpulos de Lascault, que no son más que los escrúpulos del lugar común sobre el ready-made. Porque si algo logró Duchamp, un éxito inaudito que es al mismo tiempo una forma de fracaso, es domesticar el lenguaje de la crítica. Todo ocurre como si la reflexión teórica sobre su obra hubiera sido escrita por él mismo; como si la crítica hubiera sido ganada, colonizada por la jerga, el estilo y los modos de Duchamp, al punto de no poder escapar de ella. Ya la definición que da Breton de ready-made en su Diccionario parece dictada al oído por Duchamp; y de ahí para adelante, nadie parece haber podido escapar al influjo de escribir sobre Duchamp en términos duchampianos.
Pero, de golpe, nos topamos con el artículo de Pingaud, y con esta frase clave: “El efecto artístico se reduciría pues, finalmente, a la más sutil y violenta de las diferencias: la que separa lo mismo de lo mismo. No la separación de dos dominios realmente distintos. Tampoco la diferencia relativa que, en un mismo dominio, demarca dos objetos, uno y otro sobre un fondo común. Una diferencia radical, aunque invisible, que penetra y atraviesa el objeto, que hace de él el otro absoluto (lo único); pero sin modificarlo sin embargo en nada”.
Estamos aquí lejos del sentido común duchampiano. Ya no la transformación de algo en su opuesto, de la orina en arte; sino al contrario, la violencia que separa lo mismo de lo mismo. ¿Pero la orina y el arte son lo mismo? ¿Estamos en presencia de un continuo, para decirlo en términos de Raymond Roussel?
Así las cosas, el ready-made funcionaría como un efecto de redundancia, su singularidad no residiría en romper y reconstruir la cadena de significantes (un objeto corriente desprovisto de su valor de uso), sino al contrario, en afirmarla: lo que nos ofrece es más de lo mismo. Pero ese “más” es un exceso intolerable, inasimilable. El ready-made estaría más cercano a la noción de dépense, de puro gasto, tal como la describe Bataille, que a ese juego de ruptura simbólica que la crítica repite sin cesar.
Se encierra en ese artículo una gran enseñanza, cifrada en su título: “El objeto literario como ready-made”. La literatura, al menos la que a mí me interesa, no implicaría la ruptura con el lenguaje, sino que es el lenguaje llevado a su exceso, a su punto de saturación, de no retorno. Porque el ready-made no es reversible: se pasa de la orina a la obra de arte, pero no a la inversa. De la doxa cotidiana se pasa a la literatura, pero no al revés. Y en ese devenir, en esa última figura –la vuelta de tuerca final–, la literatura se aísla, se desajusta, se desacopla de la doxa; se vuelve síntoma. ¿Pero síntoma de qué? Síntoma de sí misma, de nada, de su propio extravío. Un ready-made es un objeto que se quedó solo. Esa misma es la posición del lenguaje luego del paso de la literatura.