San Andrés, San Martín, provincia de Buenos Aires. Mediados de los 60. Escuela primaria. Un compañero de grado, Emilio Feter, era hijo de un colectivero que invirtió criteriosamente sus ahorros y en el frente de su casa había construido una pollería. El local se abría y cerraba con una cortina metálica que funcionaba con motor y, a diferencia de los puestos asimétricos de la tradicional feria callejera, las jaulas, dispuestas una encima de la otra, formaban un rectángulo de más de dos metros de altura y que iba de pared a pared. En la pared del fondo, además de la entrada que comunicaba la parte comercial con el hogar, había un piletón enorme, también revestido de azulejo blanco, y en la pared opuesta a la de las jaulas colgaban unas especies de bachas metálicas de forma cónica y aspecto similar a los jarrones de los puestos de flores, con una boca amplia y un cuerpo que se angostaba. Lo que las diferenciaba de aquellos jarrones, cerrados en su extremo inferior para que el agua no escurriera, era que habían recibido una especie de corte: eran conos sin base y no servían para guardar nada.
Un día fui a visitar a mi compañero de escuela. Emilio me había invitado a tomar la merienda, pero eso era nada más que un pretexto para que conociera el local y evaluara de primera mano el crecimiento económico (y por lo tanto social) de su familia, que dejaban muy por detrás los progresos de la mía. Aquello se advertía en la amplitud de las tazas del café con leche, en la cantidad de pan, manteca y mermelada servidos sobre la mesa cubierta de un mantel de hule que olía a plástico y a goma nuevas. Emilio me había invitado a su casa para despedirse por anticipado de mí.
Después de la merienda, cuando ya estaba preparado para irme, Emilio me preguntó: “¿Querés llevarte un pollo a casa?”.
Aunque yo tenía gran afición visual por los ejemplares del reino animal, nunca, a excepción de perros y gatos, había tocado a un animal vivo. Gallinas y pollos eran, en el fondo, cosas móviles, capaces de dar picotazos, seres que se alimentaban de su propio excremento o al menos caminaban sobre éste, recubiertas de plumas ásperas… Me había mantenido a distancia de toda bestia desde la vez en que en el jardín zoológico un guanaco, en un ataque de ternura imprevista, me llenó el ojo izquierdo con un tremendo gargajo. Curiosamente, años más tarde, los usos del lenguaje admitirían como sinónimo de la palabra “escupida” el sustantivo “pollo”. Claro que Emilio no me estaba proponiendo escupirme… En cualquier caso, me sobrepasó la escena: volvería a casa a pie, caminando durante cuadras y cuadras con un animal retorciéndose bajo mi brazo. ¿Cómo superar mi asco y atravesar el mundo con eso? Para disimular mi imposibilidad, contesté que no sabía cómo llevarme el regalo. Emilio fue hasta una de las jaulas, levantó la reja y metió una mano adentro y la retiró arrastrando por el cogote a un pollo blanco, enorme, que empezó a cloquear y a batir las alas. El resto de los pollos también se alteraron.
Sin preocuparse por el escándalo, mi amigo se dirigió hacia las bachas, conos o floreros, puso al pollo cabeza abajo y pasó la cabeza por el extremo superior de una de las bachas. La cabeza apareció por el extremo inferior, zangoloteándose en busca de su liberación. Pero la misma fuerza de gravedad iba aprisionando su cuerpo en la concavidad, impidiéndole salir. En cosa de pocos segundos, Emilio fue hacia el piletón y de allí extrajo un cuchillo largo, agarró al pollo por la cabeza y de un solo impulso le atravesó de lado a lado el pescuezo. El de atravesar fue un movimiento único, horizontal, y después, de un tirón, Emilio retiró el cuchillo y lo arrojó al piletón mientras daba un paso atrás. En su agonía, la bestia empezó a bambolear la cabeza. Era como un giróscopo que chocaba contra el costado de la bacha, extrayendo ruido a lata. La sangre trazó sus líneas de salpicadura sobre los azulejos blancos. El pollo agonizó agitándose hasta morir, esta vez sin un cloqueo.
Emilio retiró el cadáver, lo envolvió en unos papeles de diario, y me lo tendió en regalo de despedida.