Una vez es casualidad, dos es vicio, tres, masoquismo” gusta decir mi tía Nacha. Y a un año del arribo de Cambiemos a las no tan cómodas instalaciones de la Casa Rosada y aledaños, se está en condiciones de describir lo que podríamos denominar el “Estilo Macri Presidente”.
En primer lugar, hagamos una disquisición conceptual: en los presidencialismos, el estilo presidencial es muy importante. Y más en el hiperpresidencialismo vernáculo. A tal punto, que el modo en que el/la Presidenta se comunica con la política contagia al resto de la sociedad con su estilo. Así, en los años de Alfonsín todos “estábamos persuadidos”, en los años Menem, todos usábamos corbatas con diseños búlgaros y trajes color té con leche, con De la Rúa todos estábamos aburridos –hasta que saltó todo por los aires–, y en los años de Néstor y Cristina, todos primero pegábamos y después preguntábamos.
¿Y con Macri? Una gran innovación PRO ha sido extender el uso de la muletilla “Al final del día…”. Y, la verdad, es que ese latiguillo se ha mostrado una buena manera de entender su estilo. Siempre hay que esperar “al final del día” para sacar algún tipo de conclusión, por las idas y vueltas que evidencian las movidas del Gobierno.
La típica forma de encarar una decisión en el Mundo Macri
comienza seguramente con una reunión entre su núcleo decisor más íntimo, que como el mismo Presidente lo ha revelado en la multitudinaria reunión del Gabinete ampliado, está compuesto por el jefe de Gabinete Marcos Peña, y los secretarios supernumerarios Gustavo Lopetegui y Mario Quintana (seguramente, también participe de ella el gurú Jaime Duran Barba, pero no fue mencionado, quizás por pudor).
La interpretación de ese “endogrupo” macrista cuya principal conexión con la realidad son las encuestas, los focus group y el análisis de Big Data, asume que la sociedad aborrece a la política y muy especialmente a los políticos. Por ende, concluye que las decisiones del Gobierno tienen que: 1) ser entendidas por la gente como tomadas sólo en su interés; 2) ser entendidas por la gente como tomadas en contra de lo que a la política/los políticos les interesa. Llegado el punto, siempre es preferible el second best: o sea, aunque la decisión no resuelva el problema, al menos debe quedar en claro que se tomó en contra y no a favor de la política.
Está máxima decisoria tuvo efecto sin contradicciones durante la campaña electoral presidencial. Claro está que allí se hablaba de decisiones a tomar y no de decisiones actuales. Por lo tanto, representaban pura ganancia sin costos ni incoherencias. El problema es que una vez en el Gobierno, la fórmula de gobernabilidad macrista encontró algunas contradicciones naturales y muy previsibles.
La opinión pública es una gran ordenadora de los vectores políticos que están bajo su escrutiño. Pero el poder de los componentes clave del sistema político no siempre depende de su popularidad en las encuestas. Es más, muchos actores clave son unos ilustres desconocidos que pueden hacer uso de su poder de veto institucional sin preocuparse luego en recibir un escarnio de sus compatriotas al caminar por la calle.
La otra cuestión, que se suma a la primera, tiene que ver con la responsabilidad de gobernar y la irresponsabilidad de oponerse (que se conoce como “Teorema de Baglini”). En síntesis, la oposición puede hacer más demagogia que el oficialismo. Y mucho más aún, si se trata de una época de vacas flacas como la que vive el Gobierno.
Néstor Kirchner y Cristina Fernández disfrutaron la mayor parte de sus presidencias de una época de vacas gordas que tuvo su correlato en la política: los Kirchner controlaron en la mayor parte de sus mandatos las dos Cámaras, la mayoría de los gobernadores eran peronistas así como la mayoría de los torvos intendentes del Conurbano, la Justicia les respondía, crearon una cadena de medios propios.
Mauricio Macri llegó al poder mediante un ballottage de infarto, sin mayorías propias en ninguna de las Cámaras del Congreso, con un puñado de gobernadores propios y con la Justicia minada de elementos opositores. El veranito que le concedieron los medios de comunicación, hace rato llegó a su fin.
El Presidente y su mesa chica captan una cuestión que es evidente: todos los argentinos queremos el cambio. Pero en teoría de la decisión se conoce muy bien la paradoja entre el interés colectivo y el interés individual: a todos nos conviene que todos paguemos los impuestos, pero individualmente me conviene que los paguen los demás y que yo pueda zafar. Así, todos somos piolas y todos tratamos de evadir todo lo que podemos.
En la Argentina todos queremos el cambio pero ninguno quiere ceder y estar peor de lo que está evadiendo responsabilidades. No se sabe si por ingenuidad o por conveniencia, el Gobierno se ha mostrado sorprendido (y defraudado) por esa característica del género humano (por eso Perón decía que la gente es buena por naturaleza, pero si se la controla es mejor). ¿Cómo puede ser que los inversores no inviertan cuando decían que lo iban a hacer si Cambienos llegaba al poder? ¿Cómo puede ser que los empresarios no pisen el acelerador de la actividad económica si ahora está un gobierno market friendly? El Gobierno no sale de su perplejidad.
Los éxitos iniciales parlamentarios provocaron en el macrismo una sensación de suficiencia que los llevó a consolidar más su visión del mundo: “la política misma entiende que tiene que hacer lo que la gente quiere y nosotros vehiculizamos”. Hasta que la ilusión de una rápida reconversión de la economía de una de consumo y gasto público a una de inversión y producción se mostró como
una excelente utopía de campaña y no mucho más. Las necesidades de mantener el apoyo político, social y económico se expresaron en un déficit que en vez de bajar, subió. Del populismo de la soja pasamos a un populismo de la deuda. La crisis, era inevitable; no faltan a la verdad el Presidente y su jefe de Gabinete. Pero más que evitar una crisis, el Gobierno la postergó aún a riesgo de que su estallido sea mucho peor.
La anemia económica hace que todo lo que hace el Gobierno sea considerado mala praxis. Y el Gobierno hace todo para confirmarlo. La ópera bufa del impuesto a la Ganancias es para el libro de los Guinness del sinsentido político. En vez de la opinión de la gente disciplinar a la política ante las decisiones del Gobierno, ha comenzado a darse la situación inversa: la mala praxis del Gobierno impacta negativamente en su imagen en la opinión pública.
Por el temor de redimir al peronismo luego de su hecatombe al perder las elecciones, el Gobierno desechó en su momento un pacto con su fracción dialogadora y minoritaria, representada por el senador Miguel Angel Pichetto (lo que la habría dado un horizonte de estabilidad legislativa y aislado al kirchnerismo). Esta postura tuvo como consecuencia el reciente ensayo de orquesta donde el panperonismo demostró que su unificación no es imposible (aunque debería para esto darse un escenario catástrofe a nivel nacional, ya que Sergio Massa no salió indemne de la foto con Kicillof y compañía).
Consciente de su cóctel explosivo de errores, el Gobierno inició un diálogo tardío con los actores relevantes políticos y síndicales. La pregunta obvia es, ¿por qué no lo hizo antes, si no le dan los números en el Congreso?
Siendo un Gobierno de CEOs, un simple diagrama de flujo de los pasos necesarios para que una decisión llegue a buen puerto puede prevenir papelones innecesarios y desgastantes, y que no sea sólo “al final del día” que las cosas parezcan encarrilarse.
*Politólogo. Extraído de www.calibar.com.ar