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Refundar valores

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Estaba ayudando”, la escuché decir por la radio a las 7 de la mañana, a pocas horas de acontecido el hecho. El móvil transmitía desde Córdoba una entrevista a la hermana de Javier Alejandro Rodríguez, quien, cuando apenas contaba con 20 años, se convirtió en la primera víctima de los saqueos replicados en numerosos puntos del territorio nacional. (Esa versión, dotada de la verosimilitud de lo espontáneo, sería desmentida luego por la familia, que alegó que el joven habría recibido un disparo presuntamente de la policía mientras pasaba en moto con un amigo, en medio de los saqueos en la ciudad de Córdoba). Más allá de las investigaciones en manos de la Justicia, lo esencial es el núcleo del diálogo que siguió:
–¿Tu hermano estaba saqueando? –le preguntó el movilero.
–No, para nada –replicó la hermana inmediatamente–. Lo vinieron a buscar para que ayudara, y él estaba ayudando.
–¿Pero estaba ayudando a saquear? –le repreguntó el movilero, tal vez tan joven como la voz que, con candidez, le replicó:
–No, no, estaba ayudando a llevar las cosas...
¿Acaso la adolescente había abandonado toda barrera inhibitoria? No necesariamente. En ese diálogo, las palabras ya no eran lo que habían sido. Desde siempre, la ayuda era otro nombre de la solidaridad, del compromiso con el otro, invariablemente teñida por una connotación positiva. Formaba parte del lenguaje y de la dimensión de los valores de la ética.
Sin embargo, en el diálogo con la adolescente, la palabra resonaba extrañamente travestida. Su contrapartida semántica fueron las palabras del papa Francisco, quien encabezó una misa de fin de año en la Plaza de San Pedro invocando a los fieles a reflexionar sobre si 2013 había servido para el propio beneficio o “para ayudar a los demás”, en un sentido sin duda muy distinto del de la joven que velaba a su hermano.
Ese contraste muestra que el discurso es una acción portadora de un sentido. No es inocuo: produce efectos de verdad que se materializan en relaciones y acciones concretas. En este proceso, se producen y reproducen imaginarios colectivos. Según el paradigma que selló las formaciones culturales de los últimos tiempos, la verdad, lo bueno y lo justo se emplean en juegos de lenguajes determinados por el contexto. Pero, además, como estas formaciones culturales son dinámicas, se encuentran en constante mutación y pueden variar de generación en generación. Y, en la última década, el discurso fue atravesado por reglas de convivencia asociadas a prácticas ilegales emergentes en la reculturalización (entendida en un sentido amplio) de las normas sociales.
Pese al motivo que desencadenó la penosa candidez de la adolescente, sus palabras fueron una prueba irrefutable de que, aun cuando los sistemas de creencias sean mutables, los valores persisten: ese “estaba ayudando” implica un gesto identitario, el sentirse parte de un grupo de pertenencia que denuncia un imaginario, en esta historia, mortífero.
No es un hecho aleatorio: la precarización de la vida laboral, los planes sociales que incrementaron la población juvenil ni-ni y los nuevos formatos familiares rompieron con un orden que regulaban, bien o mal, las relaciones intersubjetivas. Coronando estos factores, la marginalidad fue la piedra fundacional de los (dis)valores plasmados en la Argentina durante la última década.
Lo cierto es que los problemas sociales son problemas concretos de ciudadanos concretos: los cortes de luz padecidos por los vecinos de los tantos barrios porteños, la dependencia de los subsidios para la subsistencia de una familia, la negativa de los ambulancieros para ingresar en villas de emergencia ante el temor de ser agredidos, los saqueos a supermercados que luego se negaron a reabrir sus puertas cuando descubrieron que los saqueadores eran sus habituales clientes. Esos datos públicos no sólo hablan de una degradación social. También nos enseñan que los problemas sociales no son abstracciones ni se reducen a estadísticas.
El compromiso personal de nuestra palabra con la materialización de éstas en los hechos es el puente que podríamos transitar, en lo personal y en lo comunitario, para devolver el sentido a las palabras, hoy travestidas por un relato perverso que degrada los valores fundacionales de la sociedad que aspirábamos a crear cada día.
Ese compromiso puede, con una importante dosis de esfuerzo personal y comunitario, terminar con el divorcio entre la sociedad y la política: promoviendo políticas públicas y su implementación a través de leyes que representen los distintos sectores de la sociedad. Esperemos que, con 2014, esas políticas públicas dejen de ser decididas prebendariamente y se encaminen a ser los instrumentos privilegiados en la construcción de una sociedad con modelos de vida orientados al bien común.

*Filósofa.

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