Vender dólares en cuotas, el sueño de Garbarino. Por citar uno de la línea blanca. Comprar dólares en cuotas, el sueño de los pobres, según la versión antojadiza de Axel Kicillof al avisar que puede adquirir cien dólares oficiales todo aquel que gane un sueldo de 7.200 pesos. La nueva Argentina, una cortesía del ministro que, contrariando la doctrina Néstor Kirchner, asumió un rol exponencial, de primer plano, estelar, justo en la “década ganada” que se prohibía darle importancia a la cartera de Economía y, sobre todo, a su titular (¿o alguien se acuerda de Carlos Rafael Fernández, entre otros contemporáneos, que fue ministro entre 2008 y 2009). Pero Cristina no es Néstor y algunas urgencias críticas le han hecho olvidar el legado. Igual Kicillof mantiene el relato: sostuvo que esa hendija permitida en el cerrojo cambiario para adquirir divisas era a favor de los pobres o de los que menos tienen y sueñan con atesorar una moneda diferente. En lugar de favorecer a los poderosos, a los que ganan siempre. De tanto repetirlo, quizás termine creyendo que es un frustrado justiciero.
Pero a ese mensaje, por ejemplo, lo persiguen las desventuras. Hubo argentinos de ingresos medios que aceptaron la invitación de YPF –estimulada por la camiseta celeste y blanca, Fútbol para Todos convocando al acto patriótico– de suscribir títulos desde 2.500 pesos a una tasa de 19%. Parecían los tiempos de Perón cuando los niños confiaban en un futuro porque invertían en estampillas en una libreta de la Caja de Ahorro. Entonces, no quedó nada, fue una ilusión óptica para los únicos privilegiados. Como la empresa requiere de fondos ilimitados y el aporte de los que menos tienen era insuficiente, se apeló –recordar que la caja la maneja Kicillof, en franca discrepancia con Miguel Galuccio, quien lo considera una anaconda para deglutir cargos– a los que más tienen, con bonos de mayor volumen, a pagar en dólares con la cláusula “contado con liqui” (dollar linked) y una tasa tentadora. Fin previsible del cuento: los que menos tienen cobran 19% en pesos, los bancos y operadores poderosos, hegemónicos, mucho más del doble.
No sólo YPF incurrió en un trámite financiero semejante: también las provincias, en su mayoría oficialistas –incluyendo a Mauricio Macri– se tentaron con este tipo de préstamos, incluso casi sin mirar las comisiones. Kicillof y Cristina juraban no devaluar nunca, era sacrílego –saben del daño salarial a producir, entre otros castigos–, y denunciaban a quienes propiciaban la medida con su diagnóstico certero: eran traidores a la Patria, como si al gobierno japonés –depreció 30% el yen sin hacerse el harakiri– hubiera que incluirlo en esa figura ominosa. Pero la Ley de Murphy existe y lo que tenía que ocurrir, ocurrió: el dúo oficial cambió su repertorio. Con timidez, Kicillof empezó a afeitar el peso en forma gradual. Para no perder las costumbres, insultó a quienes les reclamaban un shock en lugar del goteo. Y por último terminó en un shock, en una maxidevaluación de 30%. Ni siquiera pudo explicar que modificar el tipo de cambio le daría más oxígeno a Cristina, competitividad a las economías regionales y quizás el campo liquidara su cosecha acumulada, que algunos calculan en 3.500 millones de dólares (si es que no se fue de contrabando por un país vecino). Flotó en ese momento la sombra de Lorenzo Sigaut y una frase condenatoria que lo retrató injustamente: el que juega al dólar, pierde. No parece osado comparar situaciones de ayer con lo que ocurre hoy. En el medio, disgustos monumentales: la espiral inflacionaria, la Babel de los precios –otra política repetida y rayana en el candor–, la caída de acciones y de títulos, las reyertas del ministro con el mismo Banco Central. Cristina, nerviosa, no soportaba las tensiones por la pérdida de reservas y su propio orgullo, la disparada del dólar y el vaticinio desgarrador de anualizar el costo de vida de diciembre y enero (casi 50% de inflación). No le alcanzaban ni los masajes diarios, tuvo que ir a una clínica presuntamente por el estrés del ciático.
Había laudado inicialmente a favor de su ministro y en contra de Juan Carlos Fábrega, del Central, quien en cierto momento no quiso vender más dólares por la sencilla razón de que no quería entregar mercadería a menor precio del que cotizaba el mercado (más de uno empieza a temer complicaciones judiciales por la rifa de plata que no es de uno). Conservador, ortodoxo, casi la voz de los bancos –podría decir Kicillof–, exigió subir las tasas. No lo dejó la mandataria. Ukase efímero: siguió el derrumbe y antes de irse a Cuba habilitó la súbita y significativa alza de los intereses luego de escuchar por boca de Fábrega lo que fue el Rodrigazo en tiempos de Isabel. Estremecedor, entonces Kicillof se quedó sin planchada. Pero igual nada alcanza. La falta de confianza, una forma de no creer en la idoneidad de los que mandan, ni siquiera prosperó en otro apartado, menor: el señuelo de un porcentaje extraordinario, inaudito, del 20%, para aquellos que no retiren de los bancos, por un año, los pocos dólares que les dejan comprar, fue rechazado por una mayoría aplanadora. Los que menos tienen empezaron a desilusionarse con la promesa de premios absurdos.
Nadie parece reconocer que Kicillof diseñó con los cambios otra racionalidad por él indeseada, quizás tardíamente. No siempre las medidas correctas funcionan cuando la oportunidad no es propicia. Hoy ni siquiera se le admite como broma su acierto más técnico, profesional y científico desde que está en el Gobierno: hizo llover, se salvó la soja, habrá ingresos formidables –siempre que liquiden los productores– este año. Para el Gobierno es agua bendita, salvadora, a menos que la impericia le desfonde los bolsillos llenos. Puede ser: firmaron no sojizar más, salió al revés; prometieron no dolarizar, salió al revés. Gobiernan para los pobres y también sale al revés. Para colmo, ahora el mundo se da vuelta, empieza a distraerse de los emergentes, China se retrae, y no se puede pensar en el viento de cola. Se hace por lo tanto largo el año 2014, acechante, tanto que hasta habla con atrevimiento Mario Blejer, reaparecido luego de que no pudo ser titular del Banco Central de Israel, hombre más afín con la prudencia que con el escándalo. Algo pasa.