De las imágenes del botín de José López me conmocionan los relojes en cajitas de cartón de terciopelo. Si tuviera que hacer de él un personaje verosímil empezaría por allí: los fajos de dólares para tapizar el lote del convento se me hacen un cliché. Pero en cambio esos relojes variopintos, todos diferentes y sin uso, esos que a la distancia en la que se ha compilado el video del tesoro se me antojan Tissots y Seikos de segunda, más que Rolex o Bulovas, son el meollo del asunto. ¿Qué clase de botín, qué forma de choreo inescrutable incluye relojes, qué coima o qué pago de favores se arregló con instrumentos tan precisos?
Si se tratara –una vez más– de hacer de López un personaje del teatro, empezaría por sugerir a mis alumnos (que, por fortuna, no tengo) que lo escogieran como el héroe de una gesta mal mirada. Solo y acorralado en el Oeste, despreciado por todos los partidos existentes, paradigma del traidor de toda gesta, descubierto por vecinos y por monjas y no por tropas de elite encapuchadas, arrojando por encima de un ligustro unos bolsos rellenos de fortuna, prometiendo a las monjitas compartir los bienes secuestrados, fingiendo donación en el saqueo, armado de trabuco, sin ayudas, sin guía, sin ge pe ese… Poco y nada le escasea para ser ídolo en el delirio popular, el ápice del mal, la sombra enana, la secretaría misteriosa sin objeto, la malayunta, el contraespía, la noche del sentido, el vértice de un tango de Falopa.
Les diría a mis alumnos, sin embargo, que se empeñen en corregir un errorcito: el nombre José López está mal. Es una abstracción innecesaria, como llamarse Nadie, igual que Odiseo engañando a Polifemo, una metáfora parca y moribunda y sin tensión alguna entre sus términos. Por lo demás, el cuento en sí es tan impensable que seguramente acabará por ser del todo cierto. Qué tierras generosas en relatos, qué regalo para los treinta años sin Jorge Borges, qué promesa cachafaz, qué indignación, qué risa, qué fútil espanto esos relojes.