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Remeras y diamantes

El paso vacilante y encantado de María Gainza le permite atravesar épocas, estilos, personajes, disciplinas.

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Me despierto y encuentro en Twitter una foto de Jorge Lanata rodeado por los colaboradores de su programa de radio, quienes visten remeras con leyendas sobre el arte contemporáneo: “Fuck Duchamp”, “Me cago en el arte conceptual”, cosas así. Siento que viajé en el tiempo, aunque no sé si hacia atrás o hacia adelante, si la campaña remite a la intolerancia pasada o anticipa la futura. Nunca entendí por qué ciertas formas despiertan odios tan tremendos, incluso en gente que se ofendería si le dicen que lo suyo se parece a la persecución del “arte degenerado” por parte de los nazis.

Es cierto, además, que las artes visuales son un terreno difuso, poco accesible para el no iniciado y que tiene una relación complicada con la palabra, lo que lleva a la ofuscación y al malentendido. Lo que se escribe sobre arte es poco y frecuentemente brutal, en un sentido o en otro. En ese páramo, de pronto aparece un escritor como Aira, que construye su formidable obra a partir de ciertas ideas venidas del mundo del arte conceptual: Aira entendió lo que a otros se les niega y lo convirtió en literatura.

Hay otra escritora que vincula de un modo original el arte y las letras. En 2014, María Gainza publicó El nervio óptico y ahora acaba de aparecer La luz negra, una novela inventiva y burbujeante. Gainza fue crítica de arte y su pasaje a la literatura se caracteriza por una mezcla de astucia y candidez, como si se internara tambaleante en un terreno desconocido pero al que le va tomando la mano, como quien practica el equilibrismo. “Si estoy hablando como la heroína de una novela, ténganme paciencia, ya encontraré mi voz”, dice la narradora, justamente una crítica de arte puesta a escribir una novela que pone en abismo La luz negra, una historia a la que “lo sólido se le escapa” y que se centra en una investigación que conecta a tres mujeres: la ficticia Enriqueta Macedo, tasadora del Banco Municipal de ojo infalible, pero que otorgaba certificados de autenticidad a una banda de falsificadores, en especial de la obra de Mariette Lydis, semiolvidada pintora surrealista-kitsch austroargentina. Entre la mujer real y la inventada está La Negra, genio de la falsificación, musa bohemia de los sesenta, núcleo trágico e incandescente de la cultura marginal (y no tanto) de la Argentina.

El paso vacilante y encantado de Gainza le permite atravesar épocas, estilos, personajes, disciplinas, contar la vida de Lydis desde el catálogo de una subasta o imitar el estilo de un expediente judicial y probar en los hechos que “el personaje con su pasado de contornos precisos, de psicología lineal, su accionar coherente, es una de las grandes mentiras de la literatura”. Gainza es graciosa hasta para meter la pata (acaso intencionadamente), como en esta frase que recuerda a un célebre parlamento de Isabel Sarli (“Llegó a la Argentina en el primer barco que salió de Praga”), o en atribuirle a “Galasso” la idea de que “lo que la mente ve cuando hace una conexión lo ve para siempre” (¿Norberto Galasso, historiador marxista-nacional?, ¿Roberto Calasso, escritor italiano?). Valdría la pena, tal vez, aplicarle a Gainza la técnica de Morelli para autenticar pinturas y reparar en esos mínimos detalles, que le dan carácter a una prosa de elegancia máxima. No creo que a Lanata le guste este libro.