Hace más de doce meses que no escribo una obra narrativa. Como tuve más de siete años de dichosa fertilidad, donde un libro salía después de otro y había libros que surgían desde el interior del que estaba escribiendo, esta detención me preocupa.
No es que no se me ocurran ideas –claro que la literatura no se hace solo con ideas, excepto que las firme Valery–, pero apenas me pongo a observarlas advierto que son versiones apenas disimuladas de historias que ya he escrito. Pienso en cómo transformar esas ideas, como abrir lo viejo al signo de lo nuevo, pero lo que se me ocurre repite algo que también hice, por lo que la figura resultante sería solo un ensamblaje o yuxtaposición de lo ya conocido. No se trata, necesariamente, de algo que detecte el lector. La evidencia íntima de esa reiteración me impide avanzar, como si sobre mis dedos cayera el peso del plomo (de un plomífero autor que no soy yo).
Es obvio que podría probar combinando azarosamente asuntos, recortando –por ejemplo– anécdotas aparecidas en los diarios, frases sueltas, y avanzar.
La americana Mariana Moore escribió su extraordinaria obra poética recortando y pegando palabras de catálogos de turismo de países exóticos. Claro que para un novelista la solución es impráctica. Quizá debería enfrentar el terror a esa reiteración, aceptarla como una ley de hierro: uno que quiso ser todos los autores del mundo termina pareciéndose a ese que es, y que no le gusta, por no ser distinto.