Se trata de una vieja triquiñuela. Hacer propaganda (negativa) disfrazada de periodismo. Funciona así: se realiza una nota parcial, por tanto no veraz, que da sustento a la tapa de una publicación. Luego, lo más importante, con esa tapa se realizan afiches que pasan como “publicidad comercial” de esa publicación y se difama el blanco elegido. Esta última semana me tocó a mí ser el blanco: buena parte de la Ciudad de Buenos Aires y otras del interior estuvieron empapeladas con una reproducción gigante de mi cara junto a un texto que me acusaba de ser “propagandista de Videla, Massera, Bussi y Galtieri” y de ser “vocero militar”.
“Ah... es como aquel pasquín, El Guardián, pero en lugar de los hombres sándwich usan las carteleras”, me dijo un amigo. Peor, respondí, porque El Guardián no se financiaba con fondos públicos. Es la diferencia entre la violencia de la guerrilla y la del Estado cuando chupaba, torturaba y mataba sin ley. Fue la participación del Estado la que transformó a esos crímenes en de lesa humanidad. Las carteleras donde se pegaron esos afiches son propiedad del secretario de Medios de la Presidencia de la Nación, Enrique “Pepe” Albistur, quien va camino a convertirse en la María Julia Alsogaray de este gobierno y probablemente tenga su misma suerte judicial el día que el kirchnerismo deje el poder. Además, las tapas que luego difunden esos afiches aparecen en publicaciones donde la publicidad oficial resulta casi su único sustento.
Uno de mis hijos, con la aún precaria formación de quien recién comienza su segundo año de Universidad, pero con la frescura del chico de la fábula que podía ver al rey desnudo, me dijo: “Esto no es fascismo, es peor: Mussolini escribía él y firmaba con su nombre, no mandaba a otros a hacer la tarea sucia, él mismo dirigía el diario Il Popolo D’Italia”. Es paradójico cómo en la Argentina de hoy parte de quienes desde el Gobierno proclaman con más vehemencia su indignación por la represión de la dictadura militar se terminan mimetizando con su método de tirar la piedra y esconder la mano intentando, de forma igualmente patética e ineficiente, disimular los hechos. Con la desproporcionada cantidad de afiches usados dejan burdamente sus huellas dactilares haciendo que hasta el menos informado descubra que se trata de una operación política.
El olor del dinero. Antes de comenzar con el fondo de esta columna –mi réplica a la nota acusatoria– deseo hacer reflexionar a quienes terminan siendo funcionales a Albistur y a su jefe, Alberto Fernández, recordando el origen de la frase “el dinero no tiene olor”. En el siglo I, Nerón había dejado agotadas las arcas de Roma. El emperador que lo sucedió, Vespasiano, apeló a todos los medios posibles para conseguir fondos y gravó el uso de los mingitorios públicos. Ofendido porque hasta su hijo Tulio calificó de inmunda la medida, ordenó traer el dinero al palacio e invitó a su hijo. Frente a una montaña de oro, le preguntó: “Dime, Tulio, ¿percibes algún olor particular?” “No”, respondió el hijo. “Ya ves, viene del impuesto a la orina y no tiene olor”.
La acusación que se me hace se sustenta en dos artículos con mi firma. El primero, de la edición del 23 febrero de 1977 de la revista La Semana, donde en el clásico resumen de las notas del número, junto a las de Juan Carlos Calabró, Osvaldo Pacheco, Roberto De Vicenzo, José Luis Clerc, la Mujer Biónica, la serie Argentino a fondo o la dinastía de Mónaco (La Semana comenzó siendo una revista casi de espectáculos al estilo de Gente), dedico un párrafo, sólo uno, a alegrarme de que las bombas que detonaron en Aeroparque cuando despegaba el avión que llevaba a Videla no hayan podido alcanzar al Tango 02. Se autoadjudicaron el atentado tanto Montoneros como ERP. Aún hoy sigo pensando que no tenía por qué morir alguien; tampoco me alegra el ahorcamiento de Saddam Hussein. Además, ¿por qué debían morir los pilotos y el resto del personal del avión?
El segundo artículo con mi firma citado es de mayo de 1978. En él transmito mi descreimiento sobre la existencia de campos de concentración en la Argentina. Lo que realmente me resultaba increíble hasta que caí detenido yo mismo en un campo de concentración, El Olimpo, el 6 de enero de 1979, y allí, como ya lo expliqué varias veces, cambió mi percepción de la realidad.
Me llevó dos años comprender lo que realmente estaban haciendo los militares. ¿No estuvo bastante bien para un joven inexperto que comenzó La Semana cuando cumplió la mayoría de edad y ya a los 23 años fue un desaparecido más? Vale tener en cuenta que la dictadura gobernó ocho años: no poco mérito tuvo que La Semana haya comenzado a hacer algunas críticas después del segundo año y no al séptimo, del octavo o recién después de que llegara la democracia.
Por el hogar del que provengo (una típica familia de clase media acomodada del barrio porteño de Caballito), y por todo lo que leí, que me construyó como persona, soy un liberal. Aclaro: no un neoliberal ni un conservador, como se caracterizan en la Argentina a los que sólo creen en la libertad de los mercados y no pocas veces son fas-cistas. Siempre pensé que los integrantes de Montoneros y del ERP que ejercían la violencia eran un demonio (los lectores de mis columnas en el diario PERFIL, en la revista Noticias y en su blog me leen decirlo recurrentemente). Y desde mi perspectiva, independientemente de las ideologías, eran tan condenables las FARC de Colombia como la guerrilla argentina en Tucumán de los 70.
A los revisores de archivo de la SIDE no les hace falta remontarse a los años 70 para encontrar pruebas de ese pensamiento: cuando ya habían pasado seis años del regreso a la democracia, con Videla y Massera presos, y Gorriarán Merlo tomó el regimiento de La Tablada, en su edición del 1º de febrero de 1989 La Semana calificó el hecho como “demencial actitud de un grupo de subversivos” y en la propia tapa se los calificaba de “guerrilleros” y “terroristas”.
No creo en la violencia fuera de la ley, salvo que se trate de toda una nación luchando por su independencia para convertirse en Estado legítimo. Para mí, los atentados de Montoneros o el ERP merecían una respuesta del Estado, pero legítima, dentro del marco del Código Penal y no asesinando personas indefensas, torturando o robando bebés. Por eso, a pesar de estar contra la guerrilla, terminé encapuchado en una celda.
Resulta hipócrita no aceptar que en 1976 la mayoría de la población estaba esperanzada por que los militares terminasen con el caos y la violencia de Montoneros, ERP y la Triple A. Y sería injusto responsabilizar a la misma población por la forma en que los hechos terminaron llevándonos de guatemala a guatepeor. Timerman y Cox. En 1976 yo era un joven que recién comenzaba en el periodismo, pero Jacobo Timerman y Robert Cox eran dos experimentados periodistas que dirigían los diarios La Opinión y The Buenos Aires Herald, respectivamente. Y siempre me sorprende la ingratitud o incomprensión que padecen cuando se los acusa de no haber criticado al golpe del 24 marzo desde su inicio. Si Timerman continuara con vida, algunos seguirían reproduciendo las tapas amistosas de La Opinión de los primeros tiempos del Proceso sin ponderar que un año después arriesgó su vida dirigiendo el único diario en español que publicaba la lista de hábeas corpus de los desaparecidos. Y hace poco más de un año cité en una columna que a Robert Cox le siguen cuestionando que haya utilizado el “lenguaje militar” al llamar guerrilleros a Montoneros y ERP (aquellos que mataron y pusieron bombas realmente lo eran), sin tener en cuenta cómo ese valeroso inglés arriesgó su vida en un país que no era el suyo publicando las
desapariciones que podían confirmarse. Personalmente le debo mi vida a Robert Cox, porque gracias a que el Herald publicó mi desaparición, muchos diarios del mundo tuvieron una fuente para difundir la noticia, y las organizaciones de prensa mundial, un arma de presión sobre la dictadura para que me liberasen.
La acusación del Gobierno que aquí estoy replicando es extensa, sin embargo omite por completo mi detención en 1979 y sólo menciona mi exilio en 1983 calificándolo de “supuesto” (hasta estuve asilado en una Embajada extranjera) y al episodio como un “blanqueo”. Curiosa interpretación de los hechos, en el texto de esa nota no hay ni una sola línea de mención a todas las persecuciones padecidas: nada le pasó a La Semana y nada me pasó a mí entre mayo de 1978 y 1983, cuando regreso del exilio.
El “blanqueo” fue un decreto del presidente de entonces, Reynaldo Bignone, del 24 de marzo de 1983, donde se ordena mi detención acusándome de traición a la Patria por ser espía inglés: la Guerra de Malvinas había terminado hacía meses. El año anterior, con los mismos argumentos basados en una nota del capitán Astiz, La Semana había sido clausurada por orden del Ministerio del Interior. Y en los años que mediaron entre 1979 y 1982, seis veces su circulación fue prohibida y los ejemplares de la revista fueron levantados de los quioscos por la Policía. Extraña forma de ser “vocero militar”.
La acusación oficial también pretende justificarse en notas publicadas por La Semana escritas por diferentes periodistas a lo largo de esos años. Dos reportajes: uno a Massera en Madrid (se dice que el periodista viajó especialmente, cuando su autor era por entonces corresponsal en Madrid), y otro a Bussi en Tucumán. También la cobertura de dos viajes de Videla cuando siendo presidente fue a Chile y Bolivia. De este último se dice que la revista Noticias, cuando se cumplieron 30 años de la fundación de La Semana, omitió intencionalmente la parte de la tapa donde constaba el viaje del ex presidente.
Afortunadamente, en la misma cuestionada edición de Noticias, en su editorial por los 30 años se vuelve a reproducir la tapa de La Semana entera con la nota del viaje de Videla, y en el diario PERFIL sus lectores recordarán que hicimos un suplemento especial por los 30 años de la editorial, donde se reprodujeron las tapas de la primera edición de todas las revistas y, obviamente, estaba la de La Semana completa y sin nada “tapado”.
Volviendo a los reportajes y las coberturas de los viajes, todos los medios hacemos reportajes a personas que no nos gustan y cubrimos viajes de los presidentes sin que esto implique nuestro apoyo a ellos. Los viajes de Menem y Kirchner son dos ejemplos, como las decenas de reportajes a cuanto funcionario importante tenga cada gobierno. Dicho sea de paso, en el reportaje a Massera, el corresponsal de La Semana le pregunta: “Aquí, en Europa, se habla mucho de la Argentina. La prensa asegura que allí se vulneran los derechos humanos, ¿cuál es su réplica?”, y más adelante: “Hablemos de los exiliados, ¿usted cree que podrán regresar al país?”. No me imagino que muchos medios se atrevieran a preguntar en mayo de 1978 sobre derechos humanos y exiliados a un integrante de aquella Junta.
Quedan por rebatir tres argumentos más. El primero es que la acusación cita dos notas sobre la guerrilla: el Operativo Independencia (Tucumán) y el balance del último año de la guerrilla en 1977. Ya expliqué en los párrafos anteriores que una cosa es la lucha de las fuerzas de seguridad con uniforme frente a guerrilleros armados y otra es el asesinato o secuestro de personas indefensas. Y en los casos en que el gobierno de entonces hubiera hecho pasar asesinatos por enfrentamientos en combate, la misma información que reprodujo La Semana fue publicada antes y dada por cierta por todos los diarios.
El segundo se refiere a la apología de La Semana sobre la Guerra de Malvinas. Sí, tiene razón la acusación: La Semana, como todos los medios, cometió el error de perder objetividad durante la contienda, pero me parece injusto no destacar que dentro de todo el mar patriotero de entonces, ésa fue la que publicó la nota más crítica y objetiva durante la guerra. Fue el artículo escrito especialmente para La Semana por el Premio Pulitzer norteamericano Jack Anderson, que salió a las pocas semanas de comenzar la guerra: el 29 de abril de 1982.
Ya lo conté en otras oportunidades: ese día me cita al Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas el temible general Camps para informarme que cuando terminase la guerra me iban a fusilar por traición a la Patria porque: “Jovencito, usted es un idiota útil de los norteamericanos y los ingleses al difundir su propaganda”. En la nota en cuestión, mientras en la Argentina todavía se decía que la flota inglesa era sólo una amenaza para obligarnos a negociar, Jack Anderson vaticinaba nuestra derrota con lujo de detalles, tal como sucedió.
Salí del Estado Mayor espantado ante la posibilidad de haber sido manipulado por la prensa extranjera y ser un mal argentino. Turbado, decidí irme al Sur lo más cerca que le permitían a un periodista estar de Malvinas, y me pasé el mes siguiente entre Río Gallegos y Puerto Madryn. Terminada la guerra, los militares clausuraron La Semana y meses después ordenaron mi detención.
El último argumento de la acusación son dos notas publicadas por La Semana en las que se cuestionaban la política del presidente norteamericano Carter y su asesor Zbigniew Brzezinski por su acercamiento a países comunistas y sus críticas a las dictaduras latinoamericanas. No comparto lo que dicen esas dos notas, como tampoco comparto las columnas de Braga Menéndez que defienden aspectos de Kirchner para mí criticables, y, sin embargo, se publican igual en la revista Noticias. Y ejemplos de estos podría dar cientos. Respecto del presidente Carter y su política contra las dictaduras, puedo agregar que en 1980 fui becado por la secretaria de Cultura (Unsica) de la Cancillería del gobierno de Carter para el programa de periodistas extranjeros en Washington. Mentiras verdaderas. En síntesis, todo lo que dice la acusación sobre lo que dije o dijo La Semana es cierto pero a la vez, por excesivamente parcial, por elegir intencionadamente entre el 0,001% de todo lo publicado durante ocho años, es también falso. Recuerdo una extraordinaria campaña publicitaria del diario Folha de Sao Paulo, que luego reprodujo la revista Noticias en su lanzamiento, que decía así: “Tomó una nación destruida, recuperó su economía y devolvió el orgullo a su pueblo. En sus primeros cuatro años de gobierno los desempleados se redujeron de seis millones a novecientos mil, dobló el producto bruto interno per cápita y eliminó la inflación... Adolf Hitler”. Y el locutor concluía: “Decir sólo una parte de la verdad también es mentir”.
Sé que esta acusación puede ser sólo el comienzo de una campaña que, en la medida en que se acerquen las elecciones, podrá incluir no ya omisiones ni ediciones parciales de la realidad, sino lisas y llanas mentiras. Se suma al ahogo económico que les imponen con la publicidad oficial a Noticias y al diario PERFIL, y a este último también con parte de la publicidad privada. Pero, como una vez dijo Jacobo Timerman ante una situación similar: “Mientras esté usted, lector, mientras usted nos siga apoyando con su elección edición tras edición, podremos resistirlo”.