Electo en pleno contexto de la Détente, en un país convulsionado por la Guerra de Vietnam, el escándalo de Watergate y sin aún haberse recuperado del “stagflation”, la crisis económica más dura desde la Gran Depresión, Jimmy Carter, el 39º presidente de Estados Unidos, fue el primer hombre de Estado en incluir seriamente los derechos humanos en su agenda de política exterior. La distensión entre las dos potencias de la Guerra Fría, con un impacto profundo en Europa, donde el proceso de integración ya había retomado su curso de búsqueda de nuevos horizontes, nunca llegó al sur de las Américas. Allí, con algunas excepciones, los militares estaban en el poder y aplicaban su propia versión de la Contención, la siniestra Doctrina de Seguridad Militar, elaborada en la década anterior con la generosa asistencia de la Escuela de las Américas. Ni a Pinochet ni a Videla, enemigos en sus “hipótesis de conflicto” pero hermanados en el Plan Cóndor contra el enemigo común de “la subversión”, se les ocurría tomar en serio el discurso del demócrata: probablemente confiaban que sus aliados y auspiciantes en el Norte, mayoritariamente republicanos, explicarían que en Sudamérica se peleaba la Tercera Guerra Mundial...
Sin embargo, fue el mismo Henry Kissinger, secretario de Estado de Gerald Ford y mayor inspirador del golpismo de los 70, quien luego del 24 de marzo de 1976 advirtió a su par argentino que a partir de enero de 1977 la presión para el respeto a los derechos humanos iba a ser fuerte. Se sabe que la junta ignoró la advertencia y procedió a demostrar cuán “derechos y humanos” podrían ser los militares… Pero la Argentina del Proceso y el Chile de la dictadura de Pinochet fueron países clave para llevar adelante la política de derechos humanos de Carter. Fue una práctica sin precedentes en la agenda internacional, cuya repercusión se sintió sobre todo en los países de Europa del Este, donde a partir de los Acuerdos de Helsinki la disidencia contra los regímenes autoritarios se organizó en torno de documentos como Carta 77 y dio comienzo a un largo camino que llevaría al año emblemático de 1989.
La inclusión de los derechos humanos en la política internacional, además, fomentó la investigación académica, promocionó la elaboración de herramientas conceptuales y conocimiento empírico, alentó la creación de cátedras universitarias y consolidó una red global de activistas y comunidades epistémicas. No sería una exageración suponer que ese impulso inicial de la internacionalización de los derechos humanos sentó un antecedente para el futuro progreso de la Convención para la Prevención y Sanción del Crimen del Genocidio cincuenta años después de su creación y estancamiento con la creación de la Corte Penal Internacional en 1998 y la adopción de la normativa de la Responsabilidad para Proteger (R2P) en 2005.
El impulso de Carter, sin embargo, se frenó prácticamente a dos años de su lanzamiento. Evidentemente, en su administración no todos apreciaban la perseverancia de Patricia Derian o el sentido de ética de Tex Harris. Además, la caída del Sha en 1979 fomentó la ira de quienes denunciaban el “abandono” de Washington de sus aliados. Para colmo, ese mismo año terminó con la invasión soviética de Afganistán, que puso fin a la Détente, y volvió la Guerra Fría. Su sucesor, Ronald Reagan, descartó cualquier rol a los derechos humanos en su compromiso de recuperar la grandeza de Estados Unidos. Al contrario, volvió al intervencionismo en Granada, armó a los mujaidines en Afganistán y no dudó en violar la ley apoyando a los contras en Nicaragua. La Guerra de Malvinas, sin embargo, quebró la tradicional confianza de Washington hacia los militares sudamericanos; no es una casualidad que inmediatamente después de la derrota argentina Reagan anunció la política de promoción de la democracia poniendo fin al apoyo incondicional a los golpes en la región. Pero mientras en los países sudamericanos el regreso de la democracia se entendió con un fuerte compromiso con los derechos humanos, la promoción de la democracia en la agenda de Estados Unidos silenciosamente lo abandonó. Se puede pensar que como en los 90 la ampliación del proceso europeo demostró, la democratización implica el respeto a los derechos humanos. Pero Guantánamo y Abu Ghreib, entre otros, demostraron que se puede ignorar los derechos humanos e insistir en la promoción de la democracia, como lo hizo George W. Bush en la “guerra contra
el terrorismo”.
Barack Obama asumió el poder en enero de 2009 con la promesa de cerrar Guantánamo. Su giro realista en la política exterior evitó la manipulación abusiva de la promoción de la democracia. Por supuesto, se puede reprochar al 44º presidente de Estados Unidos de haber dado continuidad a muchas políticas, incluyendo la “guerra contra el terrorismo”, con ajustes y modificaciones, pese a que el discurso de la carrera de la más ridícula radicalización política del Tea Party hace un par de años y de los trumpistas actualmente apenas si se cuide en caracterizarlo como un traidor a la patria. Es cierto también que su administración hizo poco frente al mayor desastre humanitario de los refugiados de la guerra de Siria e Irak. Pero pese a su quizá excesiva prudencia a la hora de promover una política activa, no se le puede negar a Obama el compromiso con los derechos humanos, sobre todo pensando en las dos representantes de Estados Unidos en la ONU durante sus dos mandatos, Suzan Rice y Samantha Powers, ambas activistas reconocidas en el ámbito de la prevención del genocidio. Su decisión de abrir los archivos de Estados Unidos para que el proceso de Verdad, Justicia y Memoria siga y profundice su curso es otra manifestación de este compromiso cuyo impacto, como la política de derechos humanos de Carter, quizá tardará, pero su impacto será duradero.
*PhD en Estudios Internacionales de la University of Miami. Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés.