Mi cardiólogo tiene un apellido con dos zetas. Yo le digo Doctor Zeta y me parece que no le hace mucha gracia, pero como es un señor muy bien educado sonríe y hace como que le gusta, y entonces yo muchas veces hago un esfuerzo para no decírselo. Es que la zeta a mí me encanta: es una letra dramática, ¿no le parece, estimado señor? Estuve a punto de decir que es una letra trágica pero decidí que era una exageración y que además lleva esto de la aliteración que francamente no me entusiasma para nada. Dramática sí, y me acuerdo de La marca del Zorro, aquella, la primera, aunque creo que hubo otra antes, muda, cine blanco y negro de hace años y años, en la que venía al galope el jinete enmascarado y dejaba su marca ¡zas, tras! en el documento en el que se ofrecía una recompensa por su captura, mientras los mexicanos de grandes bigotes y ojos asombrados decían cosas que sonaban a “sourrou” en voz baja y temerosa. Tenían razón, créame. A punta de espada, aunque puede ser también a punta de facón, si nos ponemos folclóricos, el gesto tiene algo de definitivo y de siniestro: después de esto va a venir algo malo, muy malo, ay. Si es en la pantalla del cine, pues que venga nomás y no les tendremos miedo a las zetas, qué se creen. Si es en la vida real, pero, un momento, ¿qué es la vida real? Auxílieme usted, querida señora, porque yo no tengo muy clara la noción. ¿Es que la pantalla del cine no forma parte de la vida real? Se lo dejo allí, en suspenso, y usted piénselo para la próxima entrega y entonces veremos. Si es en la vida real, decíamos, la cuestión exige otro abordaje: habrá que andarse con cuidado y mirar adónde vamos pisando. Porque, y eso es lo que quería decirle, evidentemente la zeta anuncia algo. Algo fiero puesto que si fuera algo dichoso no habría por qué anunciarlo y alentarnos a la defensa. En resumen, pues, ándese con cuidado, respete las zetas y las sendas y verá que, como en las películas en blanco y negro, todo termina bien.