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Comparto con los lectores mi evidencia más tangible: las criaturas humanas precisamos, durante toda nuestra infancia y adolescencia, ser amadas por nuestra madre, o por una persona maternante a través de sus cuidados amorosos, hasta que estemos en condiciones de valernos por nosotros mismos. Aunque nuestra civilización proponga todo lo contrario. Aunque gran parte de nuestras madres –a pesar de haber tenido buenas intenciones– no han sabido cuidarnos, no han podido protegernos, no han vibrado al unísono con nuestras percepciones, no han sentido nuestros obstáculos ni han acompañado el despliegue de nuestro ser esencial.

¿Por qué? Porque a su vez ellas mismas fueron alejadas de su propia interioridad, dentro de un encadenamiento transgeneracional antiguo. Por lo tanto, nos costará mucho esfuerzo convertirnos en personas amorosas. Por eso, mi preocupación reside en encontrar recursos para amar a los niños. Sabiendo que, para amarlos, antes tendremos que reconocer qué nos pasó cuando nosotros mismos fuimos niños.
Si no abordamos nuestra realidad afectiva, nuestros agujeros, nuestras necesidades no satisfechas y nuestros miedos, no podremos dar prioridad a las necesidades genuinas del otro. Parece una propuesta sencilla, pero no lo es. Porque todos los adultos somos –en mayor o menor medida– niños lastimados. Y si no lo reconocemos, reaccionamos automáticamente quemados por el dolor. ¿Tenemos la culpa? No. ¿Somos responsables? Sí.

He aquí la diferencia entre ser adultos y ser niños. Los niños no son responsables de sus reacciones porque dependen del cuidado de los mayores. En cambio, los adultos –incluso si provenimos de historias difíciles– ya somos autónomos, o sea que podemos elegir. Por lo tanto, sí somos responsables de nuestras acciones. Sin embargo, no sirve empezar por “cómo ser una mejor madre”. Primero tenemos que averiguar qué nos pasó en la infancia. Aunque maestros de todas las regiones del mundo a través de la historia de la humanidad nos han ofrecido diferentes hojas de ruta persiguiendo el mismo objetivo, yo fui inventando una. La denominé “biografía humana” y está ampliamente descripta en los libros La biografía humana, El poder del discurso materno y Amor o dominación. Los estragos del patriarcado. Pero a medida que seguía trabajando, había una porción importante de consultantes con quienes, durante muchos años, no lográbamos terminar de encajar las piezas. Discutíamos en equipo, cambiábamos las hipótesis, hasta que poco a poco empecé a aclararlo en mi interior: estaba frente a la evidencia de cómo se iba organizando la locura en la psique de un joven harto de pelear para ser amado, agotado por tanta desesperación para ser aceptado por su madre y finalmente decidido a dejar de sufrir. Poco a poco fui reconociendo un recurso más habitual de lo que yo suponía: inventar, fantasear, cambiar, acomodar la realidad al confort de cada individuo se convertía en una maniobra inteligente y eficaz.

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Acabé considerando que la locura es la distancia que establecemos entre lo que hay –evidente y palpable– y la idea que se nos ocurra, por más rara, extravagante y sin sentido que sea; porque hemos tenido que desconectar todo arraigo con la realidad real en la medida en que ha sido extremadamente dolorosa y sufriente cuando fuimos pequeños y no contábamos con recursos para hacer algo diferente al respecto. (…)
Claro que estoy tomando riesgos. De todas formas, los vengo asumiendo desde hace años al resistirme al confort de las ideas convencionales. No adhiero a ninguna teoría si no siento que calza en las zonas más profundas de mi interioridad y sobre todo si no coincide milimétricamente con la realidad. Hablar sobre la locura y revisar las responsabilidades individuales que tenemos –sobre todo por transferir hacia nuestros hijos los mandatos y las ideas adquiridos en el pasado sin que medie reflexión alguna– es aventurado, lo sé. Pero es más fuerte que yo. No hago este trabajo para que me quieran. Lo hago porque es el propósito de mi vida; quiero transmitir algo que sé y además sé que es verdadero: los niños nacemos buenos, amorosos, perfectos y listos para amar.

Los adultos precisamos estar al servicio de los niños y no al revés. No hay motivos para intentar rectificar a los niños, tampoco es necesario educarlos, sino todo lo contrario: necesitamos ser guiados por ellos. Sin embargo, todos suponemos lo contrario. La vida cotidiana está organizada de modo tal que los niños se tienen que adaptar a las necesidades de los adultos, en lugar de que los adultos tomemos decisiones según las necesidades de los niños. Ahí está el nudo invisible y depredador de nuestra civilización. El patriarcado precisa niños hambrientos y furiosos para luego convertirlos en guerreros sangrientos y voraces. En cambio, si quisiéramos hacer algo diferente, amaríamos a los niños para generar una civilización solidaria y ecológica. (…)

¿Por qué me obstino en denunciar que nuestras infancias fueron mucho más horribles de lo que recordamos? Porque el mundo anda muy mal. (...)
Por mi parte, estoy segura de que podemos transformar el mundo si cambiamos individualmente y sobre todo si recuperamos nuestra capacidad para amar. Ahora bien, para recuperar nuestros mejores dones, antes tendríamos que comprender cabalmente qué nos pasó y qué hacemos hoy automáticamente con eso que nos pasó. El nivel de desarraigo de la realidad, la tergiversación y las diferentes formas de locura son un mecanismo –uno más– de supervivencia que es necesario comprender.

*Escritora e investigadora de la conducta humana.
Fragmento del libro Qué nos pasó cuando fuimos niños y qué hicimos con eso, Editorial Sudamericana.