Enfrascada en su pasión por examinarse el ombligo, la Argentina registró los veinte años del colapso del muro berlinés con su habitual desdén por todo lo que no replique sus cotidianas y malsanas obsesiones.
Esta vez los medios no son responsables. Los diarios se ocuparon del asunto con muchas notas y despachos desde la capital alemana, pero más allá de la cobertura periodística, a “la gente” no le importó mucho por qué y cómo se derrumbó el mamut soviético a partir de la sangrante fístula berlinesa.
Para la agenda de contenidos de la vida cotidiana, nada esencial se desprende de ese aniversario ni parece merecer una reflexión. Hubo mucha parafernalia y culto de la efeméride, pero ¿acaso los grupos políticos argentinos han sacado las debidas conclusiones del espectacular fracaso de ese comunismo al que pedantemente llamaban socialismo realmente existente? La respuesta es negativa: no, lo esencial ha permanecido encubierto.
No se cayó un “muro”, se desplomó un mundo de valores, una cosmogonía obsoleta a la que las mayorías de esas naciones repudiaron con pies y manos, para no mencionar la primera y básica resistencia, la de sus cabezas.
Una pregunta clave que en la Argentina nadie gravitante se formula es si la caída del Muro de Berlín patentizó sólo la muerte de un socialismo sin democracia, o apresuró la agonía del socialismo a secas.
Cuando el otrora imponente bloque soviético se deshizo, como si jamás hubiera existido, sobrevivieron los regímenes de China, Vietnam, Cuba y Corea del Norte. En estos veinte años, chinos y vietnamitas han abrazado con fervor la economía de mercado, aunque preservan celosamente la verticalidad política del partido único (obviamente, el comunista) y la inexistencia de una verdadera pluralidad. Corea del Norte es una satrapía arcaica, pero dotada de juguetes nucleares, y en la mitificada Cuba, tras la salida de Fidel Castro se han dado pasos innegables rumbo a la aceptación del mercado, al hacerse evidente que la economía de la isla vive, a cincuenta años de la revolución socialista, una penuria estructural crónica. La fase de salida del igualitarismo, que le toca pilotear al general Raúl Castro, es dolorosa y presupone nuevas y siempre más dolorosas medidas de achicamiento, austeridad y recortes.
De ese socialismo prusiano y vociferante que se enunciaba al este de la puerta de Brandenburgo hasta 1989 nada queda, aun cuando en tierras latinoamericanas se hable hoy de ese modelo como si hubiera sido una historia de éxito.
El núcleo del problema es que cuando la economía crece y satisface necesidades a través del imprescindible aumento de la productividad (cuestión central que no logró jamás resolver el marxismo maduro en el poder), exige libertad política y plenas garantías democráticas para la sociedad civil. Con derechos y garantías obliterados, las economías centralmente planificadas crujen y se desbarrancan miserablemente. La penuria de Cuba no es el resultado del embargo comercial de los Estados Unidos sino del fracaso de un sistema, unos valores y una cosmovisión que han cesado de ser factibles.
Tras el derrumbe del Muro, evidencias clamorosas desde la “desestalinización” de fines de los años cincuenta se hicieron imposibles de ocultar. La locomotora soviética se ahogó de fatiga y siesta burocrática; las pastosas motivaciones de un idealizado hombre nuevo se esfumaron sin pena ni gloria.
Es imposible hoy divorciar la falla sistémica del socialismo “realmente existente” de las tragedias humanas inmensas e indescriptibles que produjo la tiranía comunista entre la muerte de Lenin (1924) y la de Stalin (1953). Ese muro perforado puso de relieve lo que torpemente pretendían ocultar sus ingenieros. Tras las ensoñaciones épicas, latía una sociedad hastiada y disconforme, pueblos que cuando pudieron elegir lo hicieron de modo diferente a lo que pregonaba la gerontocracia comunista.
La idea de una igualdad (que por otra parte nunca fue tal), sin libertad, ha sido repudiada, lo que no ha sido reflexionado por una izquierda latinoamericana que se mueve como si el mundo siguiera estacionado en donde estaba hace cuatro décadas. La noción de un Estado omnipresente vuelve a ser resucitada ahora por los Kirchner y el populismo sudamericano, como si hubiera sido sinónimo de eficacia.
Una igualdad social aplicada por decreto destruye la competitividad indispensable para crecer y termina validando un socialismo miserable, que acredita visible ineficacia para gestionar la economía. El Muro cayó porque ya no era tolerable la existencia de un Estado policial regenteado por soplones y cómplices mediocres, pero también por la asfixia de una sociedad que conocía las posibilidades y ventajas de las sociedades abiertas.
No es imaginable hoy un mapa cotidiano desprovisto de la diversidad ideológica típica de los países con economías de mercado. El disparate alucinatorio de pregonar una sociedad enteramente motorizada por “estímulos morales” era quizá cautivante en su utopismo irresponsable, pero esencialmente mentiroso. Fracasó estrepitosamente, como toda entelequia insostenible que en el fondo revela una soberbia intelectual de ribetes aristocráticos.
A la luz de los experimentos y fluctuaciones que hoy se dan en esta parte del mundo, Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Ecuador exhiben la voluntad manifiesta de no querer estudiar o al menos advertir las lecciones de la historia. En la Argentina, el vigésimo aniversario de la caída del Muro no produjo una sola consideración interesante por parte de quienes hoy, como en 1989, siguen hablando, ensimismados en el museo de la historia, de un “socialismo” que se hizo añicos en ese hormigón demolido en el corazón de Berlín.
Igual dispositivo se maneja desde un gobierno cuyos principalísimos alfiles de combate de la patria sindical denuncian a la “izquierda loca”, lenguaje de hace medio siglo que revela el atraso polvoriento de la discusión política argentina. Para parafrasear a la talentosa (y crocante) columnista española Elvira Lindo en El País, así nos va.
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