El encanto de la Presidenta reside, a mi entender, ante todo en su sonrisa. Presumo que ella lo sabe; porque es mujer, y es raro, o es imposible, que una mujer ignore en qué rasgo exactamente reside su mejor encanto. A los compañeros, a los aliados, a los invitados del protocolo, les dispensa con gracia esa sonrisa; pero a veces también se la ofrece a los adversarios. En ese caso el efecto buscado es distinto. Sus detractores (no me cuento entre ellos para nada) adivinan en esa sonrisa la expresión inconfundible de la condescendencia. Acompañada por lo común con una mirada cierta, una suave entonación explicativa y unos buenos gestos, tal sonrisa indica a las claras la condición del que tiene razón y se dirige a los que no la tienen, el que comprende cómo son las cosas y se dirige a los que no comprenden.
Que tenga razón o no la tenga no es mi tema, sino lo que hace con esa razón cuando supone tenerla o cuando en efecto la tiene (y muchas veces, a mi entender, la tiene). Lo que hace es más o menos esto: exhibirla, ostentarla como puede hacerse precisamente con una sonrisa. No se trata para nada de la sonrisa confusa de las murmuraciones de Mauricio Macri, o de la sonrisa perturbadora y quieta de las revelaciones de Elisa Carrió; sino de una sonrisa segura, confiada, inteligente, que parece decir a su modo: “Yo sé que tengo razón”.
Otros presidentes procedían de otra manera con la razón que querían tener o con la verdad que se proponían validar. Alfonsín fue un verdadero paladín del intento de persuadir a los demás, generalmente con el recurso retórico de declararse él mismo persuadido de esto o de aquello. A Carlos Menem lo tenía sin cuidado quién tuviese razón o no, su fe no era otra que pasar directamente a los hechos. De la Rúa desencontró largamente su verdad, la suya o bien cualquier otra. Y Néstor Kirchner, por fin, suele vociferar sus verdades, con la idea, muy propia de cierta oratoria, de que la fuerza de la verdad y la fuerza de la entonación pueden y deben coincidir.
Cristina sonríe. Sonríe porque sabe (no está persuadida: está segura) que tiene razón. Le importa tenerla, porque sin ese aval no actuaría. Y no le importa demasiado vociferarla, porque vociferar en su registro implicaría desentonar. La manera en que tiende a enlazar el final de cada oración con el principio de la siguiente, dejando las pausas para los tramos discursivos sin remate, indica hasta qué punto prefiere no verse interrumpida, ni siquiera por una ovación. Porque las verdades que postula y la razón que invoca no requieren a sus ojos la sanción de las aclamaciones; su mejor coronación es otra: su propia sonrisa. Que señala una razón que simplemente se manifiesta, existe, es. Que acompaña una verdad que simplemente se manifiesta, existe, es.
A mucha gente la cae mal esa clase de seguridad. Puede que Aníbal Ibarra, como jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, enfrentara en su momento una dificultad semejante, también con una sonrisa muy suya, nada exenta de displicencia. Estaba tan seguro de que tenía razón (y tiendo a pensar también que muchas veces la tenía), que parecía bastarle con eso. Como confiando en que la razón ha de prevalecer por sí misma, no menos que la verdad; confiando en que ellas solas se las van a arreglar siempre y siempre van a preservar a sus legítimos poseedores.