Lo más singular de los festivales parece ser su fugacidad, como si por el hecho de ser culturales debieran necesariamente desaparecer pronto.
Mientras la institución del museo promete monumentalidad y durabilidad, pretendiendo ocupar la línea del tiempo infinitamente, la institución del festival renuncia al tiempo (que es brevísimo) para asentarse en la coordenada del espacio. No ofrece monumentalidad ni aseveraciones, sino una impronta más deleble, más reescribible, como esos CD que nadie usa.
Por eso es que el festival Espacios Revelados, que ya acabó, merecería gran difusión. Revelar sitios que la ciudad esconde debería servir para criticar, para pensar por qué los esconde. Federico León, por ejemplo, proyecta en un estacionamiento la última película que se dio sobre esa misma pared cuando el lugar reconvertido era un cine.
No pretendo reseñar la muestra sino apenas lamentar lo breve de su paso. De noche, el microcentro parece esa Nueva York donde uno como turista se saca fotos. El Palacio Tornquist es una joya absurda que –ya vacía– nos devuelve la fantasmal ilusión de la institución bancaria, un emplazamiento agónico y macizo concebido como monumento al dinero. No en vano Mariano Pensotti y Mariana Tirantte lo habitan de maquetas de casitas construidas sobre la descripción del sueño de gente real que imagina el mejor sitio para vivir, pero luego usan los techos de esas maquetas para transformar en eslogan publicitario los sueños de seres a los que nunca les llegó un crédito. O la banda musical SIMA instala en las bóvedas del banco abandonado en el Palacio Reconquista unos detonadores (casi botones antipánico) para hacer estallar las cajas de seguridad de los recónditos subsuelos enrejados, un Lugano I y II de cajitas para guardar joyas y riqueza, ahora sólo llenas de ruido de lluvia. Espacios mutantes, grandes artistas que señalan esa mutación: Tantanian, Forsythe, Arau, Mroué, Tellas, Isol-Zypce, Etchells, Catani y la lista es larga y buena.