Alguna vez Quique Fogwill, a quien tanto extrañamos, se maravilló cuando le dije que estábamos haciendo nuestra tercera casa. “Hacer” es una exageración para denominar los procesos de reforma que afectaron al departamento capitalino que es nuestro domicilio principal, al departamento secundario que ahora funciona como estudio fotográfico y la media casa quinta de cuyo uso nos beneficiamos. “Yo destruí la misma cantidad de casas”, me dijo entonces Fogwill, y en su tono no leí ni culpa ni arrepentimiento, pero sí un poco de melancolía, como si ya no fuera capaz de excesos tales.
“Destruir” y “construir” pueden considerarse polos de una misma dialéctica. Marx escribió en 1853 en su casa londinense que “Inglaterra tiene que cumplir en la India una doble misión destructora por un lado y regeneradora por otro. Tiene que destruir la vieja sociedad asiática y sentar las bases materiales de la sociedad occidental en Asia”.
No es nuestro punto de vista que, en eso, abominamos del modernismo. Nos gusta hacer con lo que hay: cambiar la función de un cuarto, rehabilitar un baño, transformar un placard en un escritorio (los míos están a menudo en antiguos placares y siempre en “cuartos de servicio”).
Ahora hemos emprendido un nuevo proceso de reforma en un departamento marplatense que no es nuestro pero cuyo estatuto jurídico es tan complejo que su presunta dueña nos dejó hacer lo que quisiéramos con él.
La primera vez que lo visité quise pegarme un tiro en el paladar: estaba destruido (tal vez por eso pensé en Fogwill). Vendimos algunos muebles y refuncionalizamos otros (la cómoda del dormitorio es ahora el “centro de entretenimientos” de la sala, esas cosas). Hicimos una mesada de venecitas sobre la ruina que había en la cocina. Reservamos para el final el cuarto de servicio, donde estará mi estudio marplatense. Ahí no hay placares, pero ya imagino cómo me las ingeniaré para que quepa mi escritorio y, por si acaso, un catre para las visitas.
Lo que era lavadero se trasformará en mi salita de lectura y después convertiremos el balcón (con una vista horrible a los más feos edificios del centro marplatense) en una terracita donde uno pueda sentarse a ver el mar, allá a lo lejos, trago en mano.
Para que esos proyectos funcionen hay que amar lo existente. Y sí, amamos Mar del Plata, amamos Constitución y General Rodríguez como Marx fue incapaz de amar (iba a poner la India, pero creo que no hace falta).