Richard Dadd nació en Chatham, fue vecino sin saberlo de Dickens y Mr. Pickwick. Se habría llevado bien con los prerrafaelitas, pero entró a la Academia diez años antes que ellos y les pavimentó el camino formando la primera asociación de estudiantes de arte, The Clique, que –a diferencia de la de los prerrafaelitas– no era secreta ni tenía una agenda política o de estilo; sólo se reunían para dibujar. Nicholas Tromans, que escribió un libro excelente sobre Dadd, dice que estos grupos informales ayudaban a soportar la incertidumbre del artista joven: “¿Qué pintar y cómo? Decidir en grupo es más fácil”. Subrayemos esto para después.
Dadd eligió de entrada temas fantásticos, a menudo derivados de Shakespeare y Byron. Come Unto These Yellow Sands, donde una multitud de hadas, faunos y querubines se transfigura en humo, es de esta época; los pintó mucho antes de volverse loco. Le dieron cierta fama pero ningún dinero, porque los capitanes de la Revolución Industrial compraban cuadros realistas, no esos disparates. Asesorado por David Roberts, Dadd se subió al tren de la pintura orientalista, que estaba de moda, y consiguió así una changa exótica hoy pero habitual entonces: acompañar a un turista profesional en sus viajes. Sir Robert Phillips se lo llevó por el mundo durante dos años con un arreglo simple: le pagaba todo y después se quedaba con sus pinturas.
Cuando Dadd volvió a Londres, en 1843, sus amigos lo notaron raro. Pintaba mucho, dormía poco, se alimentaba exclusivamente de huevos y cerveza. Su familia consultó a un especialista, con tan mala suerte que les tocó un psiquiatra que diagnosticaba a partir de análisis de orina. Sin haber visto jamás a Richard, el Dr. Sutherland lo consideró un loco peligroso. Recomendó encerrarlo. Richard pidió encontrarse a solas con su padre para explicarle la situación.
El 28 de agosto, Richard y Robert Dadd se subieron a un barco a vapor con destino a Chatham. Hicieron escala en Cobham, pero no había lugar en el hotel. Mientras les improvisaban alojamiento en unas cabañas cerca del río, padre e hijo dieron una caminata por Cobham Park. Cuando su padre se puso a hacer pis contra un árbol, Robert sacó un cuchillo e intentó degollarlo, sin éxito. Entonces lo apuñaló dos veces, y mientras agonizaba le dijo: “Ahora andá y decile a Osiris que fui yo el que hizo esto para que él pueda ser libre”. Cuando encontraron el cadáver, Richard ya estaba en Rochester cambiándose de ropa. De ahí a Calais, pasaporte en mano, en dirección a Austria, donde completaría su misión asesinando al emperador.
Por una de esas casualidades, el carruaje de Richard pasó por Barbizon, y por el mismo bosque de Fontainebleau en el que más tarde, en 2003, estaría yo juntando leña. Si el tiempo no existiera nos habríamos visto. La voz de Osiris le dijo a Richard que si esa noche dos estrellas parecían acercarse, tenía que matar alguien en el carruaje. Eso intentó, de nuevo con poco éxito; los demás pasajeros se lo impidieron y lo llevaron a Montereau, donde confesó todo. Un proceso de extradición novedoso para la época lo devolvió a Inglaterra, más específicamente al manicomio de Bethlehem, donde veinte años después pintó el cuadro que nos había llamado la atención.
Recapitulando, el giro en la salud mental de Richard no es tan repentino. Sabemos poco sobre el viaje que lo llevó por Beirut, Damasco y Alejandría, pero –según las cartas de sir Phillips– ya estaba bastante tronado entonces: discutía a los gritos sobre cuestiones políticas y religiosas, y en el Vaticano creyó ver a Satán disfrazado de mujer. Richard tenía una marca de nacimiento en la cabeza; se la cortó con un cuchillo durante el viaje, porque creía que era un sello del demonio.
Se entiende mejor ahora la idea de Neil Gaiman –Dadd los vio, “conocía” a esos seres que pintaba–, y no parece apresurado concluir dónde los vio: en su cabeza, en su imaginación perturbada. Pero para él eran reales. Ténganme paciencia, que esto va a algún lado.
*Escritor y cineasta.