En una edición reciente, PERFIL publicaba una interesante nota de opinión en la que Jaime Duran Barba utilizaba el ejemplo de la elección de Santa Fe para explicar su visión en torno a las motivaciones que llevan a los electores a votar por un candidato u otro. En su nota, el consultor sostenía acertadamente que “los votantes no son objetos obedientes, sino sujetos a los que hay que comprender, respetar y convencer”.
Luego, para explicar cómo “comprenderlos”, el consultor enumeraba una serie de motivaciones posibles del voto, excluyendo explícitamente a la obediencia partidaria –o hacia algún dirigente–, pero excluyendo también que el voto implique la adhesión a programas de gobierno. Dicha nota tuvo continuidad en ediciones posteriores del diario, y si se complementa con el resto de las posiciones públicas del autor, nos permite identificar el tipo de mirada que éste promueve.
La línea argumental que parece defender Duran Barba implica que, dado que el votante se mueve principalmente por “pulsiones”, entonces quienes obtendrán la gracia de la confianza ciudadana en cada elección serán aquellos que sean capaces de movilizar mejor –o más masivamente– esas pulsiones.
Hasta aquí, una descripción acrítica de la conducta humana en este campo, que sólo resultaría controvertible con evidencia empírica de la que carecemos. Sin embargo, el problema de esta visión es que puede ser tan cierta, como terriblemente peligrosa para nuestra democracia.
Hace tiempo los publicistas advirtieron que la mejor estrategia para convencer consumidores no pasa principalmente por mostrar las ventajas comparativas del producto que ofrecen, sino por vincular su consumo a “pulsiones” positivas. Este intento de manipulación al potencial consumidor es, en el mundo de la mercadotecnia, algo que ya prácticamente no se oculta.
Sin embargo, la utilización de esta estrategia en el mundo de la política partidaria era, hasta hace poco, algo que, si se hacía, se escondía por vergonzante. La novedad que Duran Barba nos trae es la de proponerla a viva voz, para que ello defina –en lo fundamental– las estrategias electorales de los candidatos. Para esta mirada, el futuro presidente se elige –casi– igual que la hamburguesa del próximo almuerzo, y eso no es algo que deba ser criticado sino aprovechado por parte de los candidatos.
El sentido de cada elección, en el modelo que nos propone la democracia –resulta imprescindible recordarlo–, es que gobiernen –y/o legislen– aquellos que mejor representan las opiniones, intereses, convicciones de la mayoría, sobre la base de los acuerdos fundamentales que obtuvimos en nuestras constituciones. Si tenemos diferentes visiones sobre los modos de resolver nuestros problemas, los modos de garantizar nuestros derechos, entonces lo razonable es que –siempre con esos límites– sea la mayoría la que tome ciertas decisiones. Pero eso requiere que discutamos entre todos sobre qué sociedad queremos, qué políticas públicas esperamos del Gobierno. Requiere que aportemos nuestros argumentos, que los contrastemos con los ajenos, que decidamos en base a razones.
Hace tiempo ya que la estrategia de la “política de las pasiones” dejó de ser una exclusividad del partido al que asesora este consultor. La mayor parte de las fuerzas de nuestro país se vienen rindiendo –cada una a su manera y a su tiempo– ante esta propuesta. Y es alarmante.
Si la estrategia electoral de los candidatos se basa en ocultar lo que piensan y aquello que se proponen llevar a cabo cuando gobiernen, entonces la decisión del voto se torna totalmente trivial. Y en ello se nos va la democracia.
Estimular la “política de las pasiones” o la “política de las razones” es una decisión política, pero también moral. De los candidatos, de las fuerzas que integran, y de cuan exigentes seamos como electores, depende.
(*) Codirector de ACIJ (Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia).