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River, Boca y mi viejo

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River está asociado con algunos de los pocos y maravillosos momentos en que mi padre puso su atención en mí. Un dirigente de River, apellidado Kent si mal no recuerdo, a cuyos hijos mi viejo atendía como pediatra, de tanto en tanto le enviaba plateas para el Monumental. Si exprimo la memoria, no fueron más de dos o tres, pero bastaron para hacerme fana de la banda roja. Mi vocación por el teatro también está marcada por otra ocasión en que salimos juntos con el viejo y fuimos a ver La tía de Carlos, con un cómico de moda entonces, Pablo Palitos. Fue una noche de extraña felicidad, sobre todo porque se completó con un tostado y una Coca en el bar de enfrente.
Puedo todavía memorizar formaciones íntegras de Ríver. La primera que me viene a la memoria: Carrizo, Pérez y Vairo, Mantegari, Rossi y Sola, Vernazza, Prado, Walter Gómez, Labruna y Loustau. Aprendidas las características de cada uno: Carrizo, el maestro de arqueros al que Paulo Valentín, el centroforward brasileño de Boca, siempre le hacía goles. Sí, entonces se decía centroforward, wings, halfs, y eran posiciones fijas. Pérez, que se ponía a gambetear en el área y así nos comimos varios goles; Vairo, un duro; Rossi, el patón, a quien la menor velocidad del fútbol de entonces le permitía pisar la pelota, amasarla, haciendo rugir a la tribuna; Vernazza, que pateaba tan fuerte que una vez rompió el reloj que estaba detrás de uno de los arcos cuando todavía no se había construido la cuarta tribuna que cerró la herradura, como entonces se llamaba a la cancha; Prado, el dentista, que por la forma de jugar no dejaba dudas de que tenía un título universitario colgando de alguna pared en su casa; el charrúa Walter Gómez, que dejaba su irritante indolencia en el vestuario cuando jugaba contra Boca; la dupla Labruna y Loustau, que se conocían de memoria y se cansaban de tirar paredes y desparramar adversarios.
Luego vendría Ermindo Onega, uno de los grandes 10 de nuestro fútbol; Sarnari, que inventó el 8 que va y viene por toda la cancha; Artime, un goleador arquetípico, reproducido más tarde por Francescoli y Crespo; el loco Gatti, al que la hinchada le perdonaba goles absurdos porque la hacía divertir; los carasucias Menéndez, Sívori y Más.
Hay otros nombres que se ganaron mi amor de hincha: Zárate, los peruanos Joya y Gómez Sánchez, el uruguayo Cubillas, Fillol, los tres mediocampistas campeones que Didí, el entrenador brasileño, rescató de las inferiores: Alonso, Merlo y J.J. López; los incansables Almeyda y Solari; un especial recuerdo para Perfumo, seguramente el mejor defensor central del fútbol argentino. El último equipo que seguí con cierta constancia fue el de Aimar, Saviola y D’Alessandro, practicantes de un fútbol alegre y eficaz que se mezclaba con talentos como el chileno Salas y el colombiano Angel. Están también los directores técnicos Minella, Cesarini y, sobre todo, Angelito Labruna, y también la tragedia de la puerta 12.
De los clásicos con Boca recuerdo especialmente dos, uno en la mitad de los 60, la década maldita en que los Millos no ganaron ni un campeonato, cuando perdimos por 2 a 1. La formación era Carrizo, Ramos Delgado y creo que Grispo, no recuerdo quién, Cap y Matosas, adelante Cubillas, Sarnari, Artime, Más y el atolondrado Lallana, de quien Panzeri, el gran Panzeri, dijo que jugaba con un balde en la cabeza, expulsado por el réferi bombero cuando íbamos 1 a 1. De bronca hice un agujero en la pared de una trompada. Pero mi memoria se toma revancha de tanto infortunio cuando, diez años después, como visitantes, ganamos por el mismo resultado con Fillol, Perfumo y Passarella, Alonso, Merlo y J.J. López, y adelante Morete, Más y no me acuerdo de los otros.
Con el tiempo fui cambiando la grada por el sillón pero las batallas entre River y Boca me siguen conmoviendo como si tuviera al viejo sentado a mi lado.

*Escritor e historiador, hincha de River.