Néstor se fue sin pagar. Menem y Cristina se van a ir sin pagar. Se hicieron millonarios en la función pública, pero se van a ir sin pagar y sin dar explicaciones. Tal vez la sociedad le pueda todavía cobrar algo de lo que se debe, –como sucedió con María Julia Alsogaray– a los Boudou, Jaime, De Vido, Aníbal Fernández y, quién sabe, a los que ya se levantaron de la mesa y salen de escena con la cabeza gacha y se ocultan bajo las gorras con visera o las capuchas de los abrigos, –los muchachos de obediencia “de vido”–, a la espera de que los medios y la Justicia se olviden de ellos.
No se trata sólo del robo, de la corrupción vinculada al dinero. Se trata de la que funda el crimen: la corrupción de la promesa hecha, de la palabra dada, del honor que conlleva, de la decencia que implica, de los valores que preserva y lega. Este país ha logrado recuperarse de saqueos devastadores que dejaron un tendal de vidas arruinadas. La “plata dulce”, los megacanjes, el blindaje, la liquidación menemista, la convertibilidad y el supuesto “desendeudamiento”, otra bomba de tiempo financiera a futuro. En el medio se han comprobado coimas, sobreprecios y desvíos que hicieron millonarios a los intermediarios y a los miembros de las bandas que participaron del poder.
Todos robaron encubiertos bajo la mentira , el “relato”, de que estaban defendiendo la patria. ¿Qué crimen es mayor cuando se trata de un funcionario público de alto rango? ¿Robar o mentir? El robo se va con los ladrones, la mentira queda. Los pocos casos conocidos y descubiertos, demuestran que todos los corruptos fueron primero tipos miserables, capaces de decir y hacer lo que sea para escalar en su ambición. Si hay un crimen que aún no paga lo que debe, esa es la mentira de los líderes políticos.
Por un lado se da por hecho que engañar con promesas es parte de la disputa por el poder y, por otro, no hay evidencias para someterlo a juicio. La desilusión no se ve, los muertos parecen por otras causas, entonces no hay arma, no hay cuerpo, no hay motivos, diría un abogado defensor, un Corach de Menem, un Alberto Fernández de Kirchner o un Kunkel de Cristina.
¿Cómo medir el efecto de sus palabras en la formación de los valores de esos chicos que lo escuchaban y en los que luego vieron reproducido su mensaje durante años en las redes sociales? ¿Cómo apreciar los resultados de esa “crianza” de ciudadanos en términos de “confianza y fortalecimiento del sistema democrático”? ¿Tiene acaso algo que ver la suma interminable, durante años, de mentiras, de promesas falsas, de palabras dadas e incumplidas, en cómo vivimos y en cómo nos va? Si así fuera, ¿merecen juicio y castigo los responsables o alcanza con olvidarlos y elegir a otro que, al cabo, formado en las mismas prácticas se dedique a reescribir la historia pasada y presente para construir un nuevo “relato” falso?
Menem es, en esta reflexión, sólo una anécdota. El recuerdo de sus frases provoca esa risa patética que acaba en mueca trágica. Sonreía, era canchero, no estaba armado, no mató ahí. No hay cuerpos, no hay motivos, no hay juicio, nunca se sabrá a cuanta gente le robó el trabajo y la esperanza, él, que prometía que no iba a defraudar. Pronto, Menem también se irá sin pagar, acabará muriéndose de viejo, sin pena ni gloria, ni castigo. Todos echaremos entonces tierra sobre él y sobre nuestro pasado.
El delito de “mentir”, de incumplir su palabra, cometido por boca de un funcionario público de alto rango, debiera ser considerado grave, de “lesa inocencia”, y merecer una reclusión perpetua al silencio para que, al menos, no hablen más. Si además se lograra probar que la o las “mentiras” tuvieran consecuencias físicas sobre quienes las creyeron –depresiones graves a causa de la desilusión o las pérdidas, suicidios, muertes o lesiones irreparables provocadas por fanáticos, engañados o no, que las defendían– la condena debería contemplar también unos cuantos años de prisión efectiva. No más, nunca más se tienen que ir sin pagar.
*Periodista.