En una entrevista aparecida hace poco en este suplemento, César Aira afirmaba: “Para mí un verdadero escritor tiene que seguir escribiendo hasta cuando deja de poder escribir bien. Por eso siento tanto rechazo por escritores como Rulfo, por ejemplo. Escriben un par de novelitas, pocas, y después viven del prestigio.” Ingeniosa como todo el repertorio de boutades de Aira, la referencia a Rulfo es un poco injusta. No porque el escritor mexicano merezca una admiración incondicional (de hecho, su abandono de la literatura no deja de ser sospechoso), sino porque su caso es muy aislado, casi único como para abanderar una tradición. No parece haber otros escritores cuya celebridad y excelencia sean tan altas en relación con el tamaño de la obra.
Es que los escritores tienen el vicio de escribir aunque coqueteen con lo contrario o eventualmente abandonen del todo el oficio y pasen a otra cosa como Rimbaud. En el entretenido Bartleby y compañía, Enrique Vila-Matas recopila una serie de casos de escritores “del no”, gente que se niega a escribir por una razón u otra. Se habla allí de casos curiosos, como el del triestino Bobi Bazlen, que sólo dejó unas notas al pie. Pero fuera de Rulfo, hay muy pocos ejemplos de retiro prematuro como los que le molestan a Aira. Entre ellos figura el del poeta Enrique Banchs, que se llamó a silencio durante los últimos 57 años de su vida; según Borges, porque la literatura le resultaba demasiado fácil. O el de Emilio Westphalen, un poeta peruano que dejó la lírica porque “no estaba en disposición”. Pero no mucho más.
Javier Marías, por su parte, compiló una antología llamada Cuentos únicos, donde parecería que uno va a encontrar varios casos de escritores de una noche inspirada. Pero no, se trata de algo bastante poco consistente. Aunque Marías se limita a las letras anglosajonas y al género fantástico o de horror, sus cuentos únicos lo son en general porque los escritores se dedicaron a otros géneros (como Lawrence Durrell o Winston Churchill) o porque fueron mediocres y sólo produjeron un relato valioso perdido en el resto de una obra mayor. Esta idea del burro flautista es muy dudosa y el propio Marías la ignora en beneficio de autores simplemente olvidados, de los que elige un cuento entre muchos posibles y para nada únicos.
Pero tal vez haya aparecido entre nosotros un Rulfo verdadero. Se llama Ricardo Colautti y se acaban de editar en un tomo sus obras completas bajo el título La conspiración de los porteros (ver reseña en página 12). En realidad, se trata de un pequeño volumen que contiene tres cuentos largos. La edición no informa demasiado sobre el autor, apenas que nació en 1937, murió en 1992 y que era un escribano dedicado a pulir secretamente las tres muestras únicas de su talento literario (que era considerable). El primer relato, Sebastián Dun (el nombre del protagonista reaparecerá en los otros cuentos, pero su identidad será otra), es de 1971 y remite a la picaresca y la desesperación arltianas, como bien lo señala Elvio Gandolfo en el prólogo. El tercero, Imagineta, de 1988, es una fantasía alucinatoria que hace pensar en Copi y en una gama de escritores contemporáneos, incluido el propio Aira. Pero el segundo, homónimo del libro y publicado originalmente en 1976, es sencillamente genial. Colautti salta vertiginosamente entre episodios de una fantasía, una perversidad y una extravagancia inéditas desde Felisberto Hernández para narrar las visitas de Sebastián a sus tíos dispersos por el territorio nacional. El conjunto, cargado de un oscuro lirismo y de ocurrencias macabras (como la del cadáver descompuesto cuya mueca de asco hacía pensar que había muerto oliendo su propio olor), es el fresco perfecto de un mundo preparado para horrores indecibles. Colautti escribe tan bien y es tan inexplicable su trayectoria que hasta nos permitimos dudar de su existencia, o al menos de su escueta biografía.