La anexión de Crimea por Rusia marca un antes y un después en la política internacional. El “antes”, un repliegue ruso luego de la caída de la URSS, que le hizo perder el control de la mayoría de los países de Europa central y del norte, y puso en cuestión su influencia sobre su propio sur (Kasajstán, Mongolia, etc.), e incluso en los países árabes del norte de Africa. Mientras Rusia desaparecía como contendiente de la Guerra Fría y se acomodaba al capitalismo puro y duro, Estados Unidos invadió dos veces Irak, para citar sólo algunos movimientos del mandamás del sistema desde que nadie pudo ni quiso ponerle trabas serias.
Ahora, Rusia se estima acomodado al capitalismo; a sus maneras habituales y, quizá más y mejor que nadie, a las actuales: mafias y especulación financiera. Sus delincuentes aparecen ligados al narcotráfico, la trata y el lavado de dinero en gran escala; sus magnates poseen clubes de fútbol occidentales, y el primer ministro británico, David Cameron, se “muestra cauto a la hora de sancionar a Rusia” debido a que “el dinero ruso marca el paso de la City”.
Tanto así están las cosas, que la movida de Rusia en Crimea motivó su exclusión del Grupo de los 8 y una reunión urgente de la OTAN –presidida por Barack Obama– en la que se acordó reforzar el aparato militar. Es además razonable suponer que “el tema Crimea” haya sido central en la reunión de Obama con el papa Francisco. Tarde o temprano, la Iglesia Católica occidental y la ortodoxa rusa tendrán que fijar posiciones; un asunto nada menor.
En su extraordinario libro El Imperio (Anagrama, 1993), Ryszard Kapuscinski trata sobre la URSS, su apogeo y caída, pero en verdad habla sobre Rusia y los rusos. No hay tesis, pero sí conclusión: el poder bolchevique fue otro intento expansionista en la historia de Rusia, quizá el más metódico e implacable. El Imperio existe al menos desde Iván el Terrible; Stalin fue su continuación natural, después de Pedro el Grande y Lenin.
Kapuscinski era polaco y habla de los rusos desde la misma perspectiva que hablaría de los alemanes, sólo que girando la cabeza. Ama y comprende a todos los pueblos sojuzgados por los rusos, a los que desprecia y teme. El proyecto bolchevique era heredero directo del racionalismo occidental: un injerto imposible, prematuro en siglos, que se apagó como una estrella perdida en el turbulento espacio eslavo. Su descripción del carácter oriental de la mayoría de los pueblos de la ex URSS y de la especificidad rusa ilumina con poderosos focos la negritud del abismo: no había posibilidad de que alguna forma de racionalidad democrática se asentara en esa cultura. La historia de los pueblos de esa región del mundo, su vastedad, el extremo rigor de su clima, la han hecho especial, un mundo aparte. ¿Fatalismo, o más bien lucidez? La cultura de un pueblo antiguo y poderoso es como un organismo cuyo corazón late desde profundidades tan inmensas que a veces hacen suponer que está inerte. El marxismo y sus representantes hicieron su intento en uno de esos momentos y fue entonces cuando de las entrañas del organismo, como un leucocito, surgió Stalin.
El anticuerpo se llama ahora Vladimir Putin, y se ha asumido capitalista. Si se tienen en cuenta esos antecedentes de Rusia; su extensión territorial, las inmensas riquezas naturales y el desarrollo económico, militar, atómico, espacial y humano heredado de la URSS, la situación internacional, de ahora en adelante, dará para alquilar balcones. Con parecidos antecedentes y recursos, Estados Unidos y China eran hasta hoy únicos grandes líderes, vista la decadencia de la Unión Europea. Pero en el torneo capitalista mundial de primera categoría ha aparecido un jugador muy fuerte. Tiene serios problemas económicos, pero sus rivales también. Al fin y al cabo, todos juegan en una Liga en crisis.
Además de alquilar balcones, habría que ir construyendo un búnker, no vaya a ser que el “después” de la anexión de Crimea resulte una guerra caliente.
*Periodista y escritor. Autor, junto con Mario Bunge, de ¿Tiene porvenir el socialismo?