Días atrás, en un programa de la radio pública española, un grupo de escritores conversaba sobre los grandes comienzos de algunas novelas. No se omitió el paredón de fusilamiento y el hielo del libro de García Márquez ni la frase inicial de Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. La lista es larga, lo fue la conversación y lo curioso es que ninguno de los tertulianos quiso poner en evidencia que esas frases precedían el cuerpo de algunas obras que forman parte de algún canon; al menos el de los lectores de esta época y, yendo más lejos (o más cerca del lector que cada uno de nosotros somos), el canon personal. En mi caso, por ejemplo, puedo citar esta primera frase: “La nada no ocupa mi pensamiento sino mi vida”. No es el inicio de una novela, ni siquiera un cuento: es el de un argumento de Saer incluido en La mayor, libro que no supera las doscientas páginas.
Los escritores, entonces, de la tertulia radial me hicieron recordar un tiempo en el que me ganaba la vida en una agencia de publicidad y la charla que se escuchaba en la cafetería giraba en torno a titulares y eslóganes famosos de anuncios de marcas. Con lo cual, la obsesión por la frase inicial memorable me pareció divertida, incluso interesante desde una perspectiva artesanal del oficio de los escritores, pero más pertinente en la barra del bar que ante una audiencia.
Quizás si hubiesen mencionado el inicio de David Copperfield, “Si yo soy el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me remplazará, lo dirán estas páginas”, se hubieran dejado empujar por Dickens y entrado en los libros que mencionaban. Claro que Dickens, sembraba el sentido de sus obras –lo hizo en varias– desde la primera frase. Como es el caso de Melville con Moby Dick o Bartleby, el escribiente. “Llamadme, Ismael” o “Pueden ustedes llamarme Ismael”, como tradujo Enrique Pezzoni el original inglés “Call me, Ishmael”, después de cien intentos, según le confesó a César Aira, todas insatisfactorias y la elección final la justificó “porque era un endecasílabo de gaita galaica”. Aira reflexiona que la forma inglesa invita a romper con la convención del trato y que debería traducirse con la informalidad que expresa: “Pueden tutearme”. Aira, al contrario que los tertulianos, entra en el libro para explicar que se va a contar la historia de un monstruo oculto bajo la piel oscura del mar, casi un cuento para niños y el narrador, un anciano, nos pide que le tratemos como a un niño –en la convención decimonónica– que nos va a contar un relato para adultos. El narrador de Bartleby pone por delante su condición de persona mayor al iniciar el libro, “Soy una persona de cierta edad” para proyectar después una frase que no deja de repetir a lo largo de toda la narración “Preferiría no hacerlo” en un elogio al ocio, como Russell o, más aún, al derecho a la pereza de Lafargue. En el caso de Moby Dick, te permito el tuteo para compartir contigo mi experiencia y en el caso de Bartleby, te hablo directamente desde la experiencia para decirte de qué va la vida.
Ford Madox Ford quería titular El buen soldado con la primera frase de la novela y el editor no le dejó. “Esta es la historia más triste que jamás he oído” arranca y, pretendía, que se expresara en la tapa del libro: la historia más triste. Claro, que al final, en medio de la lectura, nos vamos dando cuenta de que, en realidad, se trata de su historia y, más aún, puede ser la nuestra (como todas por otro lado: por eso elegimos los libros) y se la está contando a sí mismo: la entiende en la medida que la cuenta. Habla del amor y dice lo mismo que Mario Trejo en su poema Convivir con los muertos: “Mario amaba a Mariana que amaba a Milton que amaba a Irene que amaba a Víctor que amaba a Dolores que no amaba a nadie”. Y que El buen soldado remata con: “Un final feliz: en eso viene a parar todo”.
Alejandro Zambra, en su primera novela Bonsái lo introduce así con la línea inicial: “Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia”. Y en medio del libro, corto, por cierto, como el de Saer, escribe otra: “¿Qué sentido tiene estar con alguien si no te cambia la vida?”. Aquí te das cuenta de que en la primera frase te contó la novela. Y la vida. Como hace el Moreira de Favio con la frase que cierra la película, antes de morir, con la primera luz del día y todo por hacer (el amor también): “¡Con este sol!”.
*Escritor y periodista.