Una de las principales transformaciones que pueden apreciarse en la filosofía moderna es el uso de las ficciones en el armado de las teorías. A partir del siglo XVIII, este tipo de construcción retórica está presente desde Hume y determinará el futuro orden conceptual de la filosofía.
Una ficción filosófica no es una alegoría ni un mito ni una fábula. De serlo, deberíamos remitirnos a Platón, ya que ha sido quien elaboró escenas magistrales de estas figuras de la imaginación en el Timeo, El banquete y La república. No se trata en este caso de hacer uso con un fin pedagógico de un género extraño a los sistemas de ideas. Sin embargo, algo de su función permanece en el uso moderno de la ficción en la filosofía. Nos referimos al reconocimiento de los límites a la voluntad de verdad, de una aceptación de que hay cosas que no pueden conocerse sino sólo indicarse, no más que señalarse, por lo que el poder del logos debe ceder su lugar a otro lenguaje que ya no pretenderá develar el secreto del ser sino tan sólo aludir indirectamente a su existencia.
El último intento filosófico de dar cuenta con los conceptos racionales del orden del mundo fue el de los filósofos del siglo XVII, los estudiosos cartesianos, que sostenían que a partir de los descubrimientos de la física se llegaría a elaborar un sistema saturado, completo, una nomenclatura exhaustiva de todo lo que hay, desde lo infinitamente pequeño a lo infinitamente grande.
Descartes, Spinoza y Leibniz son los pensadores del infinito, que para no perderse en la inmensidad de lo desconocido y espantarse ante el misterio universal como en el pensamiento de Pascal, idearon la noción de sustancia que les permitía cerrar lo que se había abierto sin contornos, el mundo descentrado e infinito sólo plausible de ser pensado por una metafísica loca de un Dios escondido.
La idea de sustancia cerraba el círculo de un pensamiento en peligro luego de la crisis teórica irreversible de la razón teológica después de Galileo. La divinidad oculta fue investida con un último oficio, el de geómetra, y el báculo pastoral fue sustituido un tiempo por los útiles del calculista.
La filosofía inglesa y escocesa se harán cargo de destruir las evidencias de este último intento de salvar el centro del universo y de su intento de darle una densidad ontológica que nos asegura que Dios existe.
Las guerras religiosas inglesas mostraron que la sangría en nombre de la fe era otro infinito, esta vez de muerte, y exigieron a los filósofos a pensar en un orden terrenal en donde la paz fuera posible. Para reflexionar sobre el mismo, lo primero que hicieron fue reconocer la debilidad de la condición humana, es decir, aceptar la existencia de una configuración pasional en el hombre. El egoísmo, el amor propio, el instinto de conservación, la envidia, la vanidad, la crueldad, sólo a partir de estos datos de la pasión pudieron elaborar los fundamentos de una sociedad, mostrar las condiciones de la estabilidad de un gobierno, reflexionar sobre al legitimidad de la autoridad y diagramar una comunidad que no se destruya a sí misma.
Dar vuelta al sistema pasional, doblegarlo no para reprimirlo sino para desviar su curso natural y encauzarlo con fines utilitarios, encontrar la llave para que el “para sí” se convierta sin anularlo en un “por los otros” es una tarea filosófica que dará lugar a partir de Hobbes a la filosofía política y a la economía política desde Adam Smith. Dios se convierte en una “mano invisible” y el interés personal colaborará con la armonía general.
La pasión es el fundamento de una moral posible, el cuerpo es la fuente del conocimiento. Los filósofos llamados empiristas afirman que el conocimiento sólo es posible a partir de los datos que aportan los sentidos, a la vez que la imaginación será ungida como una facultad aglutinadora, cimentadora y asociativa.
Permanecen dos dificultades difíciles de sortear. Una es dar una respuesta acerca de qué pasa con el alma, la otra, por supuesto, adónde irá Dios, ahora ocioso, en un mundo tan ocupado de sí mismo. Ambas dificultades derivan de una preocupación moral. El alma es la única entidad que puede asegurarnos una vía a la inmortalidad, sin ella somos sólo mortales, y el sentido de la existencia puede convertirse en un absurdo.
Sin Dios, no hay trascendencia que garantice la verdad de los valores morales, no son más que arbitrarios, sólo pertinentes por su utilidad, inevitablemente contingentes y transitorios.
Que haya verdad es imprescindible, y para que ella exista, habrá que mantener la vigencia de una vida más allá de la muerte y de una autoridad más allá de los hombres.
¿Pero quién asegura de que estos deseos remiten a una realidad? ¿Puede haber una verdad sin realidad? Si hay realidad, hay conocimiento, por lo tanto verdad. Este es el problema, la necesidad de mantener una verdad sin posibilidad de conocerla, y sin que haya que buscarla en la fe de una revelación indemostrable que por sus mismas características dogmáticas es promotora de violencia.
Es la tarea del escepticismo ilustrado encontrar un modo en que la verdad funcione aunque no exista, es decir, una verdad a la que no le corresponda una certeza. Será necesario elaborar una ley universal incierta.
A partir de David Hume, y con la pluma maestra de Immanuel Kant, se construye conceptualmente el “como si”, el hagamos como si fuera verdad, la ficción filosófica en términos modernos, la simulación erudita. Para los escoceses era una cuestión de decisión y de poner un punto y aparte a un problema que no tiene solución racional y que distrae de las tareas ya de por sí gigantescas de construir un mundo vivible aquí en la Tierra, un mundo de bienes y placeres distribuidos equitativamente. Kant construirá una teoría para mostrar que en el mismo funcionamiento de la razón hay una necesidad de construir horizontes regulativos, entidades completas como Dios, el alma y el mundo, que no se pueden conocer pero que son inevitables de pensar.
La función de la ficción en la filosofía moderna no es decir lo inefable por medio de imágenes como en el platonismo y en la mística medieval, sino aceptar que sólo existe el nombre, lo expresable, el orden del lenguaje, y que en su inmanencia y artificio se desenvuelven los hombres.
Las ficciones tienen una función de interpelación, señalan una dificultad, llaman la atención sobre un nudo epistémico no desatable a la vez que postulan un remedio. Se invoca un sueño de la razón.
Con este recaudo y esta nueva ilusión, el escepticismo ilustrado manifiesta un secreto a voces, una incertidumbre de pasillo que se pretende discreta pero que debe trasmitirse públicamente. Se trata de una habilidad de elite. Sólo los ilustrados se consideran capaces de vivir en el agnosticismo, el resto de los hombre deberá creer. Dijo Voltaire: “Soy cuerpo y pienso. No sé más”.
*Filósofo. www.tomasabraham.com.ar