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Apuntes en viaje

San Junípero

No llegamos a un restaurante mexicano típico, sino a un desolador local de la cadena Sanborns. Servían las enchiladas en platos de plástico.

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No llegamos a un restaurante mexicano típico, sino a un desolador local de la cadena Sanborns. Servían las enchiladas en platos de plástico. | Marta Toledo

Durante años, cada vez que encontraba una excusa para visitar México, fantaseaba con conocer Mazatlán o Baja California. En Ciudad de México, mientras hacía una investigación sobre la nueva literatura mexicana, Daniel Sada no se cansaba de afirmar que el paraíso tenía sucursal en el norte de México, sobre el Pacífico. Cada vez que pasaba por su casa, me refería algún viaje a La Paz –Baja California–, donde solía dar talleres, o simplemente historias de infancia en Coahuila y Sinaloa: calor, corridos y un castellano del Siglo de Oro vibrando en el desierto como una lengua muerta. Cuando hablaba del mar, los ojos le brillaban y sonreía con la inocencia de un niño que miente. Yo no terminaba de entender por qué Daniel Sada había elegido vivir en el corazón de Ciudad de México, en un medio literario que lo admiraba unánimemente con recelo. Al día hoy, con Sada muerto, sigue resultándome un misterio la relación –o la inadecuación– de su escritura con Ciudad de México. Aunque muy cierto es que la prosa barroca y el tono paródico de sus últimas cuatro novelas no se habría afinado tanto si no hubiera tomado distancia de los paisajes del Norte.

En ese entonces existían carteles –hablo de la primera década de este milenio–, pero no habían desangrado todavía al país. Cuando visité Baja California, me sentí en una tierra gringa poblada de marcas y cadenas de comida, nada del México tradicional y anónimo parecía presente. Deduje que Sada había exagerado elogios, tal vez porque me refería de cada lugar lo que suponía yo quería escuchar, o tal vez porque México, en su totalidad, le parecía un país encantado. Ahí donde México se volvía clisé, Sada detectaba un detalle que lo remitía a la infancia. Recordé entonces la primera vez que lo visité. Era primavera y de noche. Toqué el timbre y él salió de su modesta casa en la zona de La Condesa –equivalente a Palermo en Buenos Aires–. Me dijo que me llevaría a comer las mejores enchiladas de la ciudad. Subimos a su Volkwagen y, después de un par de maniobras confusas, tomamos una gran avenida. No llegamos a un restaurante mexicano típico ni a una cantina con artistas bohemios, sino a un desolador local de la cadena Sanborns. Servían las enchiladas en platos de plástico y bandejas como las de McDonald’s. Como no era experto en enchiladas, no desautoricé la opinión de quien consideraba era el mejor escritor vivo de México.

 Mazatlán, en cambio, me pareció que cumplía con las condiciones del paraíso y presentaba su propio elenco de fantasmas, autos vintage y música de los ochenta. Tenía algo distinto al México típico que conocía y a la vez no era un paraíso colonizado por el consumo gringo. Se comían enormes langostinos y frutos de mar en cualquier esquina. Había una rambla, hoteles de balneario sesentista con vista al atardecer, cantinas, alguno turistas orbitando, bares…

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El espíritu de puerto y la vida soleada junto al mar por momentos me remitían a una Habana en miniatura, a una Habana viva. Frente a estas ciudades, siempre tuve la sensación de que llegaba tarde a una fiesta y que respiraba el remanente de un esplendor que se había apagado, en el mundo en general, con la máquina homogeneizadora de la globalización.