No sé bien en qué momento mi padre se convirtió de cazador, en recolector. Ahora con menos potencia porque ya tiene 87 años. Pero cada vez que nos juntamos en su casa para almorzar con mis hermanos hay un objeto nuevo en alguna de las piezas de la que fuera “nuestra casa paterna”. El domingo pasado encontramos uno de esos artefactos de acero que están en la entrada de algunos kioscos, sobre la calle, para que la gente coloque sus bicicletas ¿cómo se llaman?, ¿tienen un nombre que los substantive? Y la pregunta más inquietante: ¿cómo hizo mi viejo para arrastrarlo, con su edad avanzada, hasta su casa? ¿Lo ayudó alguien? Cuando se lo preguntamos nos contesta con evasivas. Hay una novela de Paul Auster que se llama El país de las últimas cosas. La leí hace mucho, cuando recién se empezaba a publicar a Auster. La casa de mi viejo es el país de las últimas cosas. Hace poco tuvimos que reordenar una de las piezas porque un ser querido nuestro tenía que dormir ahí. El problema es que a mi papá no le gusta que le saquemos sus preciados objetos, pelea por ellos. Entonces con mis hermanos recurrimos a artimañas. Le decimos que los vamos a mover de un lado de la casa a otro, así como Molloy, el personaje de Beckett, se inventa un juego pasando piedras de un bolsillo a otro mientras las va chupando. Mi papá nos pasa los objetos (libros, cuadros, secadores de pelo, juegos para niños, naipes, vasos, almanaques, cucharas, perros de peluche, broches, trofeos de paddle, fotos de un chimpancé con la camiseta de San Lorenzo, caños largos, negros, que formaron parte de alguna estructura mayor, sillas destruidas, objetos de alguna oficina aniquilada, lámparas de pie, ¡y hasta un cuadro con una formación imprecisa de Huracán!). Pero en vez de llevarlas de un lugar a otro, hacemos un pasamanos –sin que nos vea– y los tiramos en un container en la calle. Yo soy partidario de tirar todo sin avisarle de nada. Gabriel, mi hermano más chico, dice que hay que decirle porque ésa es su casa y hay que implicarlo en la maniobra. Es decir, mentirle a medias, hacer que él crea que movemos cosas cuando en realidad las estamos liquidando. La casa de mi viejo es la antimateria del Malba o de esos negocios oxigenados y modernos de Palermo. Es un elogio de la sombra. En su casa, los materiales han sido vividos, no brillan, no tranquilizan: hablan del paso del tiempo y de la impermanencia. Mi viejo mismo se viste como alguien que escapó a la última guerra nuclear. Forma parte de la resistencia. Cuando invitamos a amigos a pasar un día comiendo algo en esa casa –un asado, un guiso– le recordamos el título de un libro de Allen Ginsberg que siempre nos hizo reír: sándwiches de realidad. En la casa de mi viejo se come eso.