Victoria y yo estamos tiradas en el piso, en el living del departamento donde pasé mi infancia, vestidas con el uniforme maltratado después de todo el día en el colegio. Victoria tiene el pelo lacio y rubio hasta la cintura, las piernas tan largas y blancas como esas muñecas que nunca quise tener porque siempre preferí los osos de peluche. Yo soy morocha, y empiezo a sospechar que tendré problemas con las ondas de mi pelo rebelde.
Atrás de los vidrios, de los árboles, de los edificios que rodean mi casa, empieza a caer el sol y se va llevando la luz y las pocas ganas de jugar que nos quedan. Por momentos estamos calladas, aunque Victoria siempre sale con algo más para contar. No tendremos más de ocho, nueve años, pero ella ya vivió en varios países, sabe de todo y le pasaron muchas cosas.
Las dos acostadas, boca arriba, miramos nuestras manos. Las de ella son pálidas y delicadas, los dedos finos; al lado, las mías parecen falladas pero no digo que lo pienso. Ella sí, me dice que le encantan sus manos y que se moriría si tuviese otras, lo dice así, enfrente mío, como si nada y, sin darse cuenta, me deja impregnado este recuerdo por más de treinta años. El recuerdo de su piel blanca y de su sangre azul.
“¿Sabés que tengo sangre azul?”, me preguntó y pensé en los Pitufos, hoy quizás pensaría en un Avatar. Me acuerdo de reírme y de que ella me miró muy seria y siguió explicando que su papá y su mamá habían heredado la sangre azul de su familia, que aunque parecía como la de todos era una sangre especial, que sólo la tenía muy poca gente y que esa gente era mejor que todos los demás, los de sangre roja. Me mostró las venas que se transparentaban en sus muñecas, venas finas, celestes. Llegué a acariciarlas y eran muy suaves. De verdad no eran amarronadas ni gruesas como las mías.
Nunca más hablé con ella ni con nadie de la sangre azul. Victoria se fue del colegio porque se mudó a Ecuador con su familia. Yo empecé a estar muy ocupada en estirarme el pelo y ser lo más flaca posible. Me parece que traté un tiempo, sin suerte, de acercarme de alguna manera a ese recuerdo de perfección femenina que era Victoria: mi amiga rubia de sangre azul.
Tenía doce años la mañana que encontré las sábanas manchadas. Era mucha sangre y muy roja y, más que miedo, me dio asco y vergüenza. Nunca había visto la sangre así, era muy impresionante. Tan cerca, tan de frente, como la cabeza del caballo en la escena de El Padrino. Después del impacto y la sorpresa de ver sangre en mi cama, lo primero que pensé fue en Victoria, en sus venitas azules y delicadas.
Nunca como esa primera vez, pero todavía la sangre a veces me sigue agarrando desprevenida, en lugares donde no la esperaba. Íntimamente ya me acostumbré a ella. A veces es una sangre bien roja, otras es como coagulada, casi bordó. Sangre seca o muy líquida, sangre que cae en la ducha mientras me baño, sangre que de vez en cuando sigue manchando las sábanas cuando duermo. Rara vez tengo estos accidentes, pero a veces me sigue pasando y todavía, después de tantos años de sangrar, me da cierta vergüenza y me culpo por no haber aprendido a controlar total y definitivamente esa sangre. Doce veces al año. Pasaron décadas y todavía me da terror que la mancha, en vez de en las sábanas, sea en el pantalón y evito los colores claros, por las dudas. Todavía no sé cómo hacer cuando me viene mucha cantidad. Es increíble que la sangre pueda traspasar tantas barreras.
Me pregunto cuál será la diferencia entre esta cercanía con la sangre que tenemos las mujeres y la relación con la sangre que tienen los hombres, que sólo la ven cuando se lastiman ellos o alguien alrededor, en hospitales, apenas en el dentista, una muestra gratis. Para ellos la sangre es consecuencia de algo traumático, de alguien que se lastimó. Sangre, para ellos, es accidente. En cambio para nosotras la sangre es un ritmo, algo que nos marca el paso del tiempo, que viene y se va, viene y se va. Es como un latido.
Por eso cuando veo comerciales de toallas femeninas me sigo sorprendiendo ante la hipocresía de ese líquido azul esterilizado. ¿Será que hay que evitar impresionar a los hombres con esa sangre que nosotras vemos tan de cerca? ¿Será que hay que protegerlos a ellos de ver cómo es en realidad? No creo que sea para preservarnos a nosotras que sentimos esa sangre en lo más íntimo, no nos vamos a escandalizar por ver una demostración con un líquido rojo cayendo sobre una toallita. No, será para protegerlos a ellos, para no impresionarlos, digo yo. O lo habrá pensado alguien como Victoria, mi amiga de la infancia, que realmente se creyó todo ese verso de la sangre azul.