La elección que, en unas pocas horas, definirá quién será el presidente durante los próximos cuatro años implicará, sea cual sea su resultado, un cambio radical en los objetivos de la política económica. Por primera vez en mucho tiempo el gabinete económico deberá encarar una resolución a muchos problemas que, con éxito, el equipo saliente logró trasladar a sus sucesores. La razón es simple. Mientras el gobierno que se va se benefició de la expectativa de que el próximo debería atender las inconsistencias, el que llega se enfrenta con la más difícil tarea de satisfacer esas expectativas.
Para ello, quien resulte elegido el domingo deberá despejar tres factores de incertidumbre sin lo cual es difícil imaginar que puedan ponerse en marcha los recursos productivos estancados desde hace al menos cuatro años, a la espera de esas definiciones que afectan toda decisión que vaya más allá del cortísimo plazo.
El primero de estos factores, el más importante y urgente, es disipar el riesgo macroeconómico, alejar los fantasmas de la siempre inminente crisis de reservas que, desde hace tiempo, limita la capacidad de crecer.
A tal efecto, el próximo gobierno cuenta con dos ventajas que jugarán a su favor. La primera de ellas es que Argentina no tiene, ni en el sector público ni en el privado, un problema de solvencia. Aún a pesar del agresivo proceso de endeudamiento iniciado a partir del ascenso de Kicillof al Ministerio de Economía a fines de 2013 (que, como en las peores experiencias históricas, fue utilizado solamente para financiar un insostenible e irresponsable atraso cambiario) los niveles de deuda pública son aún muy bajos (menos de 30% del PBI si se excluyen las deudas que el Estado tiene consigo mismo). Por otra parte, el sector privado es ampliamente acreedor en dólares. Se estima –quizás algo exageradamente– que los argentinos tienen activos por más de US$ 200 mil millones, es decir, más de ocho veces las reservas que hoy tiene el Banco Central. Si tan sólo una pequeña porción de esos recursos regresara al país desaparecería cualquier temor sobre las reservas.
La segunda ventaja es que la economía argentina no necesita un ajuste para equilibrar su situación de balance de pagos (sí lo necesitan, en cambio, las cuentas del sector público nacional, cuyos ingresos, excluyendo al Banco Central, cubren únicamente el 80% del gasto, pero es un error confundir las necesidades del sector público con las de toda la economía). A diferencia de otros episodios históricos de presión sobre las reservas, el país no enfrenta hoy un drenaje en el flujo de la cuenta corriente que requiera una contracción de la actividad para ahorrar dólares. El déficit comercial argentino es insignificante y el déficit de la cuenta corriente, que incluye también el déficit de servicios, utilidades e intereses, está en el rango de 2% / 2,5%. Este desequilibrio, en una situación financiera normal, es fácilmente financiable.
Para poner en perspectiva, el déficit de cuenta corriente durante el rodrigazo era de 5,5%, de 4,2% durante la crisis de la tablita de Martínez de Hoz; 5,5% la del colapso del Plan Primavera y de 4,4% la de los años previos a la crisis de la convertibilidad (1997-1999). Entonces, nuevamente, se ve que el problema argentino no es de solvencia: la escasez de dólares no surge de su incapacidad para generarlos, sino en cambio, de retenerlos.
Sin embargo, en este proceso de alejar el riesgo macroeconómico el Gobierno se enfrenta también a una segunda gran fuente de incertidumbre, nada fácil de resolver. Estabilizar la macroeconomía requiere que se redefina el set de precios relativos en la economía, en un proceso que no por indispensable (o inevitable) deja de implicar grandes riesgos. Coordinar el cambio en la insostenible relación actual entre el tipo (o tipos) de cambio, tarifas, precios, salarios y tasas de interés es un desafío complejo, que requerirá poner sobre la mesa un programa consistente, creíble y, sobre todo, con amplio y variado apoyo político.
La combinación de estas tres características es indispensable para evitar costos sociales y distributivos y para lograr una transición ordenada sin desagradables sorpresas inflacionarias, que solamente un programa inteligente y con amplio consenso logrará contener. El desafío no es fácil e implica que el nuevo presidente expondrá, durante su primer año de gobierno, gran parte del capital político que ganará con la elección de mañana.
La tercera fuente de incertidumbre, finalmente, es la regulatoria. El Estado abandonó hace tiempo su necesario rol de coordinador y moderador del accionar privado convirtiéndose, en cambio, en una fuente inagotable de sorpresas y presiones que impiden cualquier capacidad de planificación de mediano o largo plazo. El kirchnerismo lega a su sucesor un combo regulatorio volátil, arbitrario y, sobre todo, poco transpa-rente, caldo de cultivo del tráfico de influencias. ¿Acaso, por ejemplo, alguien sabe, además de quién pone la firma, cuál es el mecanismo de asignación de DJAIs para la importación o de ROEs para la exportación? ¿Alguien sabe con qué criterio el departamento de sistemas de la AFIP legisla sobre el acceso al dólar ahorro, con una regla que nada tiene que ver con lo anunciado por las autoridades? ¿Alguien conoce qué tuvieron de especial esos US$ 3 mil mi-llones de utilidades y dividendos que, en un marco de prohibición general sin ninguna legislación que lo respalde, sí fueron autorizados a girarse al exterior desde que se implementó el cepo?
No se trata, vale la aclaración, de preguntarse si la Argentina necesita más o menos Estado o más o menos mercado (aun cuando nuestro país, atrapado en discusiones endogámicas, le ha escapado al debate sobre las más novedosas formas de interacción público-privada que desde hace tiempo hay en el mundo y, en especial, en América Latina). Se trata en cambio de preguntarse si el regulador debe actuar errática y discrecionalmente, de forma opaca e informal, en respuesta a los problemas que surgen o si, en cambio, debe proveer un marco regulatorio transparente y estable que anticipe las reglas de juego a las cuales el sector privado deberá atenerse.
Despejar las dudas sobre las tres grandes fuentes de incertidumbre –la macroeconómica, la de precios relativos y la regulatoria– será una tarea compleja y no exenta de riesgos, pero más riesgoso sería apostar a la continuidad de la estrategia del gobierno saliente: patear para adelante la resolución de todos los problemas, como si el único horizonte que importara fuera el de la próxima elección y no hubiera nada más allá.
/ ELYPSIS