Cuando vi en planta baja la furgoneta de la compañía de cable con un tipo dormido dentro, temí lo peor. De vez en cuando vienen en dúo dinámico; uno de los dos sube a la terraza y hace desastres con las conexiones. Al entrar a casa miro mi computadora y mi Gmail dice ¡Vaya!... El sistema ha detectado un problema. Así, textual. ¡Vaya! Resulta que no estoy conectado. Tengo que terminar la columna y mandarla. Pruebo apagar y prender el módem, chequear las preferencias de redes, una cantidad de cosas de las que entiendo poco y nada. No hay Internet. No hay conexión. Se cortó en algún lado y no tengo ni idea cómo solucionarlo. En el teléfono del servicio no contestan. Los de la furgoneta ya no están. ¿Y mis mails, mi música, mis series, mis contactos, mis twitts, mis amigos en Facebook, mi agenda, mi trabajo, mis diarios, mi identidad armada y solidificada a lo largo de estos años de homínido encorvado frente a la pantallita? Hasta que no me vuelva a conectar no existo. Sin Internet uno ya no tiene identidad. Pareciera que uno deja de estar en el mundo.
Hace poco invitaron a un amigo arquitecto a recorrer un edificio inteligente, una de estas torres como countries verticales, con puertas que se abren cuando el dueño apoya el pulgar en un sensor, sistemas automáticos de iluminación que van prendiendo las luces a medida que uno se mueve por los cuartos, ambientes climatizados y preprogramados, etc. Tuvieron la mala suerte de que se cortara la luz durante la visita guiada, y en ese preciso momento el edificio inteligente se convirtió en un edificio oligofrénico que los dejó a todos encerrados a oscuras. ¡Vaya! El sistema ha detectado un problema.
Ahora precisamente para ilustrar esta columna quiero buscar un dato en Google sobre un libro que leí hace veinte años que se llamaba The Machine Stops (Se apaga la máquina). Pero no lo puedo buscar porque no estoy conectado. Miro mis libros; no lo tengo en mi biblioteca. Lo regalé hace un par de años, confiando en que lo encontraría en la Web. Es probable que seamos de las últimas generaciones que tienen una biblioteca de entre 500 y 1500 volúmenes. Las bibliotecas serán (ya están empezando a ser) rarezas heredadas, o archivos municipales, grandes depósitos de volúmenes que serán vistos como parte de un pasado obsoleto en el que, para buscar información, había que revolver archivos, caminar, trepar escaleras, sacar libros polvorientos de los estantes más altos, y leer, hojear, buscar con los ojos ese dato, esa página, esa cita.
No estoy en contra de internet, ni de los libros on line. El gran cambio llegó y facilitará muchas cosas. Pero cuidado porque el sistema detecta problemas más seguido de lo que pensamos. En Egipto el sistema detectó el pequeño problema de un gobierno que, ante una situación de crisis, provocó un bloqueo digital, presionó a las compañías de comunicaciones y apagó la máquina, desconectó el cerebro compartido de la humanidad. Durante una semana todo Egipto fue un agujero negro. Yo, por las dudas, voy a conservar mis libros en papel, no vaya a ser que un día venga un Mubarak.