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EL ECONOMISTA DE LA SEMANA

¿Seguirá el dólar siendo la moneda de reserva?

La globalización entendida como la integración económica y financiera de las naciones impone desafíos, especialmente el de la coordinación, como quedó demostrado en esta última crisis.

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La globalización entendida como la integración económica y financiera de las naciones impone desafíos, especialmente el de la coordinación, como quedó demostrado en esta última crisis. Sin un adecuado diálogo entre los hacedores de política de los países centrales, probablemente, todavía estaríamos sufriendo una guerra de devaluaciones “competitivas”. De todos modos, tampoco hay que sobreestimar el grado de cooperación demostrado. Quedan todavía por resolver la apreciación del yuan, entre otras monedas asiáticas, y la nueva regulación a los mercados financieros.

El desafío de la coordinación surge porque no existe un Banco Central mundial que emita una moneda aceptada por todos los países, al menos a los efectos del comercio y los flujos financieros internacionales. Naturalmente, nunca existió una institución de ese tipo. Sin embargo, sí existieron instancias de menor discrecionalidad que en el presente.

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La historia comenzaría en el siglo XIX con el régimen de patrón oro, algo así como nuestra convertibilidad, aunque la paridad era fijada en relación con el oro. Después de la Primera Guerra Mundial, sólo la libra y el dólar se mantuvieron convertibles en metal, mientras el resto de las monedas fijaron la paridad respecto a las centrales.

En la medida en que dos países adoptaban el esquema, quedaba establecido un tipo de cambio fijo entre ellos. Además, como los bancos debían tener reservas para respaldar el dinero emitido, el sistema se autorregulaba evitando que se produjeran desequilibrios sistemáticos en las cuentas corrientes.

A pesar de sus ventajas, el patrón oro constituía un corset demasiado ajustado en épocas complicadas, así que los gobiernos suspendieron la convertibilidad durante guerras o crisis de deuda. Sin mencionar que los Bancos Centrales encontraron la forma de hacer trampa al sistema en lo que condujo a la crisis del ’29.

Cuando la Segunda Guerra Mundial entró en el tramo final comenzaron a aparecer propuestas para la reconstrucción del sistema monetario mundial. Keynes propuso, entonces, un esquema superador del patrón oro con la creación de un órgano internacional de compensación que emitiría una moneda global con la cual los países superavitarios en cuenta corriente financiarían a los deficitarios a cambio de un interés. Así, la posibilidad de desequilibrio permanente quedaba anulada. Pero Estados Unidos poseía el 80% de las reservas mundiales de oro y un fuerte saldo positivo en la balanza de pagos que no estaba dispuesto a verse obligado a gastar.

Por ello, la iniciativa keynesiana no prosperó y se terminó adoptando el dólar como moneda de reserva bajo el compromiso norteamericano de convertir dólares por oro a un precio fijo y sin restricciones. Si un país incurría en déficit de cuenta corriente debía financiarlo con reservas o solicitando préstamos al Fondo Monetario Internacional que, en teoría, sólo los otorgaba para desequilibrios temporales.

El sistema funcionó bastante bien generando estabilidad por tres décadas y el desarrollo de casi todas las economías occidentales. Pero con la explosión de los gastos militares y el consumo privado, el superávit norteamericano fue debilitándose hasta tornarse rojo en 1971.

Entonces, Francia e Inglaterra exigieron la conversión de sus tenencias en dólares a oro. Estados Unidos violó su compromiso, declaró unilateralmente la inconvertibilidad del dólar y lo devaluó. Así murió el esquema de Bretton Woods y con él, todo proyecto de coordinación monetaria a escala mundial.

Desde entonces, las monedas comenzaron a flotar con la intervención de los Bancos Centrales, el Fondo Monetario perdió en buena medida su razón de ser y desaparecieron los impedimentos a desequilibrios externos estructurales. Estados Unidos consolidó su déficit comercial, mientras los países petroleros y China forjaron un sólido superávit. Esta dinámica explotó con la última crisis y aún no ha sido resuelta planteando, una vez más, la importancia de retomar un esquema de coordinación.

Rusia y China plantearon la posibilidad de establecer una nueva moneda de reserva internacional, muy probablemente basada en los Derechos Especiales de Giro (DEG). Pero, lograr un avance de esta magnitud, requeriría la reforma del FMI para transformarlo en una suerte de Banco Central mundial porque, si bien la institución puede emitir DEG, sólo puede distribuirlos de acuerdo a las cuotas de los miembros.

De manera que debería conferírsele al FMI cierta discrecionalidad en la distribución de la nueva moneda, algo que los emergentes difícilmente aceptarían, a menos que se revisara la distribución de poder del organismo. Si, en cambio, lo que se busca es diversificar las reservas, como parece ser el deseo chino, el panorama no es mucho más alentador. La emisión de US$ 250 mil millones en DEG el año pasado representó menos del 5% de las reservas mundiales.

En cuanto al euro, si bien algunos guardaban expectativas de que se convirtiera en la nueva moneda de reserva del mundo, la evidencia reciente demuestra que aún el Viejo Continente debe aprender a compatibilizar economías tan disímiles como Alemania y Francia con España y Grecia. Sin contar la anemia propia de la economía europea producto del envejecimiento poblacional, los Estados de Bienestar al borde de la explosión, las rigideces en los mercados de trabajo, entre otros.

Al fin de cuentas, parece que la crisis no fue tan grave como para convencer a los líderes del mundo respecto a la necesidad de volver a la institucionalización de la coordinación monetaria y los desequilibrios de cuenta corriente continuarán siendo una potencial fuente de problemas. Mientras tanto, el dólar irá retrocediendo y el mundo avanzará hacia un esquema de reservas múltiples que, al menos, protegerá de la unilateralidad de una gran potencia con privilegios exorbitantes, como dijo alguna vez De Gaulle, capaz de licuar su deuda con el mundo con inflación o depreciación.