Mank, la película dirigida por David Fincher que pasa por Netflix, entra en la categoría de cine de segunda mano, un virus que amenaza casi todo lo que vemos en una pantalla. El protagonista es Gary Oldman, que hace de Herman J. Mankiewicz (1897-1953), un judío alemán de enorme ingenio que se destacó en el mundo del espectáculo americano como crítico, productor, guionista y borracho. Hace poco habíamos visto, también por Netflix, a Oldman hacer de otro borracho, Winston Churchill. En algún momento tuve la impresión de que estábamos viendo a Churchill haciendo de Mankiewicz y que todas las películas eran en el fondo la misma, porque el principio rector de Netflix es que todo contribuya a la misma sensación familiar, la de que los espectadores se sientan cómodos como quien anda por la casa con su ropa usada.
El ingenio es confortable, tiene la propiedad de activar un efecto ya probado como si se usara por primera vez. Mank es, además, una película sobre el ingenio, y por eso se citan una buena cantidad de las salidas del protagonista, que se potencian cuando los presentes son gente importante. En este caso los amigos, socios y empleados de William Randolph Hearst, magnate de la industria periodística en cuya biografía está inspirada El ciudadano, la película de Orson Welles en la que Mankiewicz fue coguionista. Y acá aparece otro asunto de segunda mano, la controversia sobre la autoría de ese guion, que la ingeniosa crítica Pauline Kael atribuyó alguna vez en su totalidad a Mankiewicz y contribuyó así a desacreditar a Welles y a perjudicar su carrera. Tampoco hacía falta, porque fue una insidia de segunda mano, aunque aún perdura en el aire como un rencor atravesado en Hollywood, que odió siempre a Welles, tal vez porque era alguien que tenía algo más que su ingenio para aportarle al cine. Hay algo absurdo en la polémica sobre la autoría del guión, que la película intenta reavivar como quien recalienta unos fideos fríos, como si no fuera evidente que la idea de hablar de alguien parecido a Hearst, que tanto irritó al magnate al punto de tratar de evitar la filmación, el estreno y hasta la escritura del guión, hubiera sido un asunto ajeno a Welles y este hubiera filmado el primer borrador como quien recibe un encargo a ejecutar fielmente. Si algo no hacía Welles eran películas de segunda mano.
Como sí lo es Mank, con su blanco y negro, su recreación del mundo de los grandes bonetes de Hollywood y de las cenas que Hearst y Marion Davies ofrecían en su mansión, en las que el guión hace que Mankiewicz se emborrache y se dé el gusto de insultar a los invitados. Es un universo consabido, en el que Hollywood se iguala con su leyenda y sus tópicos, su lúgubre toxicidad extraída de Sunset Boulevard.
Claro que para resaltar el sabor anodino del guiso es necesario un héroe antiguo (pero moderno) que lo saque de la rutina: el alcohólico autodestructivo y cínico, con algo de traidor pero con un corazón de oro, que apoya secretamente la causa socialista y tiene consideración por las mujeres. Un héroe a la medida de un guionista, de un actor, de una comunidad, de un sistema de hacer y ver cine, una especie de Bogart actualizado por la corrección política. Gracias a ella, es posible que el mundo en general se haya convertido en un artículo de segunda mano.