La noticia se reitera al punto de que las víctimas se van quedando sin nombre. Una persona es quemada, maltratada y asesinada por el simple hecho de ser mujer. Las estadísticas, no siempre exactas, hablan de 300 hombres que asesinan a una mujer por año.
La expresión “violencia de género” focaliza parcialmente la situación. Esta serie de crímenes sería resultado de una sociedad desigual donde el más poderoso es el victimario. La desigualdad se reitera en situaciones y ámbitos diferentes, pero tiene su expresión más cruel en el asesinato. Y la gran mayoría de quienes se ocupan de esto son mujeres, como ocurre con la educación sexual o el aborto. Como si los hombres no tuviéramos nada que ver con esas formas de violencia, separándonos de aquellos con quienes lo único que compartimos es la especie. Mientras que muchas mujeres viven a las víctimas como hermanas.
Los hombres que prefieren ponerse a distancia del asunto son parte del problema. Porque la distancia evita tener que hacerse preguntas, algunas complicadas: ¿cuál es la función del hombre en relación con la mujer? Uno de los principales roles del hombre es proteger la relación entre madre e hijo y velar por ese cuerpo de mujer, que es donde se prepara el futuro. Desentenderse de eso es ser menos hombre. Lo mismo aplica en la relación con los hijos. Porque todos estos atropellos ocurren en el sitio donde el hombre se siente un rey no sujeto a límite alguno. Raros placeres del poder: ser ilimitado pero alimentarse de la resistencia de la víctima, que por ser más débil o estar menos preparada para el castigo siempre termina por perder.
Lo que la violencia de género revela es una declinación del lugar del hombre cuya expresión es la cobardía. Esa facilidad que tiene el fuerte para abusarse del débil. Anular al otro para poder aprovecharse mejor de él. Establecer formas de complicidad para encubrirse. Prometer sabiendo que no se va a cumplir, como simple coartada para seguir el ritual del castigo.
Lamentablemente, otras formas de cobardía van ganando espacio en la sociedad. Antes un delincuente corría riesgos, se enfrentaba a alguien con la misma o incluso más fuerza. Enfrentarse a lo que venga y no tratar de encontrar en la fuerza desigual de la víctima el subterfugio que permita eludir el castigo. Como aquellos que roban dentro de una villa a sus propios vecinos o las llamadas “pirañas”, esos grupos que atacan a una chica solitaria para arrebatarle la cartera.
Se podrá decir, y con alguna razón, que esas formas de cobardía obedecen a la desesperación provocada por la droga y a una falta de horizontes que hace irrisorio cualquier valor. Pero lo preocupante es que esas causas han llegado para quedarse por demasiado tiempo y las mujeres mueren hoy.
Indudablemente se ha avanzado en la detección del problema. Pero estamos lejos de procesos como los de España, por ejemplo, donde el problema sigue siendo serio. Aun así, el promedio de setenta víctimas anuales en la última década se redujo en 2013 a 42 crímenes, según informa La Vanguardia en estos días. Los medios se comprometen con el tema, a diferencia de lo que sucede entre nosotros, donde se ha llegado a proponer el cuerpo de una mujer golpeada como objeto estético. Y también una canción denunciando en palabras directas la violencia de género, Malo, de Bebe, estrenada hace diez años. Allí la cantante valenciana ponía blanco sobre negro: “No se daña a quien se quiere”. Parece una obviedad, pero incomprensible en el mundo de los cobardes. Allí donde el coraje del hombre no está suenan siempre las bofetadas, se queman los cuerpos, se insulta y se mata.
*Escritor y periodista.