Hace una semana, volviendo de Entre Ríos, llevé a una maestra de unos 50 años que estaba haciendo dedo en el cruce de Gualeguaychú. Venía con bolsos y paquetes. Se subió aliviada. Hacía dos horas que estaba ahí parada. Me contó que antes la llevaban enseguida, pero que ahora cada vez le costaba más. “Me tengo que poner el guardapolvo –me dijo– si no, no me llevan. La gente está muy desconfiada.”
Me contó que antes iba a dedo todos los días hasta la escuela que estaba a 60 kilómetros, pero que ahora que sus hijos eran grandes y no vivían con ella, se quedaba allá los días de clases y se volvía a Gualeguaychú los fines de semana. Me dijo que tenía quince alumnos de distintos grados de primaria y que dividía el pizarrón con las distintas tareas. Le pregunté si era cierto que habían donado computadoras a escuelas que no tienen luz y me dijo que eso era lo de menos. De las cosas que me contó, me sorprendió el oscuro rol del Estado. Todo el trabajo lo hacen las cooperadoras escolares formadas por maestros y grupos de padres. La cooperadora sale a buscar padrinazgos de empresas; así consiguen que una empresa de pintura pinte el aula una vez al año, que una empresa de lácteos done la copa de leche diaria para los chicos, que una empresa textil done los guardapolvos, etc. El Estado paga los sueldos (bajos) a los maestros, y cuando puede interfiere en las donaciones porque la distribución de esos recursos les da poder. A cambio de materiales exigen lealtades y asistencia a actos políticos. Me pareció tan desolador el panorama que le dije que me sorprendía que hiciera todo ese esfuerzo. Y ella, antes de bajarse me respondió: “Es que vos le ves la carita a los chicos cuando aprenden y no te cambiás por nadie”.