Qué fulero eso de perder a un colega y compañero de página. Sabe una que siempre habrá, aunque no se note, un espacio en blanco en esta parte del diario. Allí, si su ángel de la guarda le da permiso, Fogwill podrá escribirnos alguna de sus notas, algo que se le ocurrió al pasar de este lado al otro lado, no sé, algo que nos haga decir como lo hacíamos leyendo su contribución a la página de Escritores, “¡este Fogwill siempre el mismo!”. Y sí, había un sello muy personal en todos sus textos. Cortante, como sacándose de encima todas las pelusas que perturban un texto. Necesario.
Absoluto también (supongo que eso fue lo que le dio esa fama de provocador). Lo vamos a extrañar. Me doy cuenta de que estoy haciendo algo que no debo al hablar por todos, pero es que las páginas éstas en las que participamos desde hace ciento cincuenta y seis semanas me dieron desde muy temprano la sensación de que era un todo al que contribuíamos y con lo que habíamos logrado algo como una unidad con sus altos, sus bajos, sus aciertos, sus errores, su gracia, su seriedad, eso que tiene toda antología, toda reunión de textos de varios autores. (No es que yo haya andado contando los sábados: lo hizo ella solita la computadora mediante la carpeta llamada “Artículos Perfil”, aunque quizá haya una exageración en tres puntos puesto que alguna que otra vez escribí para PERFIL artículos que no iban a ser publicados en la sección Escritores.)
Lo conocí poco. Casi puedo decir que no lo conocí. Yo sabía bastantes cosas de él; es posible que él no supiera casi nada, si es que algo, de mí. Una sola vez hablamos. Había llegado la democracia, la dictadura era cosa del pasado reciente, y Fogwill, que entonces era Rodolfo Fogwill, y yo, nos encontramos haciendo antesala en el despacho del amigo Divinsky, que en ese momento era director de radio Belgrano. Fui yo la que lo saludó y le dijo que le había encantado Los Pichiciegos y por qué. Le gustó que se lo dijera y me parece bien. Una, y él también, escribe en soledad y no hay eco ni voz que le responda. Si de pronto, después de un tiempo, alguien trae esa voz, ese eco, quien ha escrito siente gratitud. Y un poco de orgullo también, por qué no. Eso fue todo. No volvimos a encontrarnos, aunque yo leí más cosas de él porque si aquella novela me había encantado, seguí buscándolo en algunos de sus otros textos. Quizá no los haya recorrido todos, pero sí lo bastante como para decir eso de “¡este Fogwill siempre el mismo!”.
Qué lástima, Fogwill, qué lástima que se le haya ocurrido morirse justo ahora que han llegado las golondrinas. De no haberle dado a usted por ese lado, yo lo hubiera invitado a Rosario: han venido, ellas, las golondrinas, desde California, y bailan presurosas y alegres por sobre el parque. Me parece que atraídas especialmente por las aguas danzantes del estanque de La Enamorada de la Luna. Tal vez hablan con la mujer acostada sobre el césped ahora tan verde: “No vino Fogwill”, dirán. “¿Seguro que no?” “Seguro.” “Este Fogwill siempre el mismo.” Y no por llevar la contra, sino por no haber calibrado bien la oportunidad. Porque el haberse ido para el otro lado siendo siempre el mismo tiene sus ventajas: se dicen tantas cosas, se han dicho siempre tantas cosas que una puede suponer que algo de verdad debe de haber en alguna parte o, mejor dicho, que alguna parte debe responder a la verdad. Y entonces, ¿por qué no las golondrinas? Lo que tiene más prestigio es el asunto ese de la nada. Pero lo malo es que nadie tiene experiencia alguna sobre la nada (recordar la descripción de la nada en Contrapunto, de Aldous Huxley) de modo que persona alguna puede afirmar ni refutar la posibilidad. Qué bueno.
Y ahora que lo pienso tampoco se puede refutar ni afirmar las otras posibilidades, empezando por algo parecido al Jardín del Edén, pasando por el Paraíso del señor Alighieri, para terminar en un inmenso banquete plagado de huríes y panderetas y narguile. Bueno, ahora usted que estará pensando también “¡este Fogwill siempre el mismo!”, piense en qué clase de paraíso le habrá tocado. A mí se me ocurre que uno en el cual hay una sala décimonónica toda forrada en lamé... Ay, no, disculpe, eso es del tango, no, toda forrada en terciopelo púrpura, en donde hay una jarra con vino oscuro, una computadora, sillones magníficos, una ventana y un balcón que dan al Río de la Plata y un jarrón con los florones amarillos del señor Van Gogh. No me diga que no, porque usted tampoco sabe. Y yo digo: con razón que no quiere venir a ver las golondrinas, este Fogwill, siempre el mismo.