Hace unos días participé de un debate inverosímil: parece que en Internet no se pueden registrar dominios con “ñ”, y parece que las cancillerías de España, y ahora Chile, han conseguido revertir las cosas. Argentina se embarca en la misma lucha simbólica. ¿Por qué no hay “ñ” en Internet? ¿Por los mismos motivos que si uno se llama “Núñez” recibirá facturas o cheques a nombre de “Nu&ez”? ¿Motivos técnicos? Mmm...
La red de democratización del acceso a los datos, la nueva Biblioteca de Babel, sigue el modelo de democracia yanqui: representa a una parte del mundo. Tampoco hay “ç”, ni “ß”, ni tildes: Internet se pensó en inglés.
Es la pesadilla oracular de Ludwig Zamenhof: el idioma universal no es el más fácil, ni mucho menos el más perfecto, sino apenas el del Imperio.
El inglés es una lengua hermosa como cualquier otra. Si funciona como universal no es por su método, sino porque la capital de la metrópolis habla este intríngulis casi monosilábico. Zamenhof diseñó una segunda lengua universal, el esperanto, para que los extranjeros no tuvieran que hablarse entre sí con la lengua de otros pueblos, que, casi siempre, era encima la lengua de los opresores. Una lengua sin connotaciones de poder.
No le fue bien: perseguido por todos (desde los nazis hasta el stalinismo, por no hablar de su propio padre, que le quemó todo) su magnífico aparato no sobreviviría en Internet: la lengua más fácil del mundo (y ojo que lo es) está llena de cosas como s, j, g y h con sombrerito arriba.
Ya lo sabemos los dramaturgos: vivimos en un mundo de cosas, pensamos en uno de símbolos.
En el mundo de los símbolos hay un Parque de la Memoria, recién inaugurado, y frente al pardo río que es tumba callada.
En el mundo de las cosas, los muros con los nombres no se llegan a leer: el parque está medio cerrado, y los nombres están de frente al río.
De espaldas a nosotros.