Ahora que se ha instalado con reciedumbre la noción de que el mundo vive una fuerte y trascendente tormenta a la que nadie resulta ajeno, recuerdo con particular nitidez la consigna de un anuncio publicitario que veía en televisión en blanco y negro, en los años 70 neoyorquinos. Era de una financiera muy importante ya en esa época (Smith Barney). En el comercial, una augusta y venerable figura presentaba a la entidad de manera dura y casi intimidatoria. “We made money the old fashion way. We earn it!”, proclamaba: “Hicimos plata a la antigua. ¡La ganamos!”.
Tiempo después, a comienzos de los ochenta, recibí en nuestro departamento de la calle 43 de Manhattan un impresionante sobre del Citibank, muy especialmente personalizado. Al abrirlo, me anoticié de que tenía a mi disposición un crédito blando por 75.000 dólares y que, como titular de una sencilla cuenta corriente en ese banco, sólo debía pasar por cualquier sucursal de la entidad para hacerlo efectivo. En 1981, esos US$ 75.000 eran mucho dinero para un periodista que vivía de sus ingresos.
Por eso me impresionó lo que publicó en The New York Times el controvertido pero inteligente columnista Thomas L. Friedman. Un amigo le recuerda regularmente que si uno salta del piso 80 de un rascacielos, durante los primeros 79 pisos de la caída puede en realidad creer que está volando. “Es el repentino final de la caída lo que siempre acontece”, concluye, con seco y eficaz humor.
Para Friedman, esta reciente burbuja reventada significa que mucha gente ya sabe que no estaba volando. La caída llegó a su final. Se estrellaron.
Con su colosal capacidad de reinventarse con escasos prejuicios, el capitalismo trata de ponerse de pie tras la trompada feroz del estrangulamiento financiero. Lo hace apelando a unas intervenciones estatales que revelan ese formidable pragmatismo que algunos ingenuos confunden con el tantas veces pronosticado colapso del sistema.
La obviedad que, por de pronto, ratifica este marasmo, que no se disolverá en el corto plazo, es que la ley de gravedad existe y, como barruntó Sir Isaac Newton, una vez maduras, las manzanas caen a tierra, inexorablemente atraídas por las razones que impone esa norma.
Por esa misma y poderosa razón (la Tierra ejerce inexorablemente una fuerza sobre los objetos), la mítica manzana que vio Newton caía al suelo, atrapada por la fuerza de la gravedad. No existe nada gratis: este capitalismo turbo propulsado por un dínamo financiero fuera de rosca, se reajusta ahora con la violencia típica de las modificaciones telúricas.
Pero sería necio y estéril equiparar este colosal desfondamiento de las instituciones financieras con un cambio de paradigma.
También es perfectamente inútil engañar a la opinión pública y auto ilusionarse con fantasías que tienden a derramar indulgencia sobre las propias omisiones y fallas profundas. El tétrico panorama que exhibe el mundo en estos fines de 2008 no puede ser explicado sencillamente con ensueños infantiles, del tipo “fueron ellos los culpables, nosotros somos virtuosos y justos”.
Para Friedman, por ejemplo, la ética puritana del trabajo duro y el ahorro sigue importando: “odio la idea de que tal ética está más viva hoy en China que en los Estados Unidos”.
Formas duras de capitalismo confrontan hoy a las variantes más pronunciadamente inclinadas a la infecciosa “creatividad” financiera. No son socialistas las alternativas superadoras, no al menos en los países atrasados o emergentes, en donde hay mucha riqueza que crear, antes de perorar sobre su redistribución. Esto se ve en Cuba, donde –con plausible pragmatismo– el gobierno de Raúl Castro aceptó que sólo la producción y comercialización de alimentos en manos privadas puede acotar la penuria notable que vive la isla.
La reforma agraria que anunció China esta semana es un capítulo ulterior en la aceptación de mecanismos de mercado en la nación más populosa del planeta, donde, al menos nominalmente, el Estado es dueño de casi todo.
Prestar dinero a quienes puedan devolverlo y tomar crédito con el compromiso de honrar esa deuda, son rasgos de prudencia esencial que postula en sus cimientos ese capitalismo que derrapó en un océano de indecencias y disparates.
La época nos viene a recordar que la responsabilidad personal y corporativa hace a la esencia del sistema en su fase adulta y es un error de enorme inmadurez política presumir que superar las formas pervertidas implica el final de todo el sistema.
En efecto, hablamos de formas, algo devenido en verdad subversiva para sociedades anómicas como la Argentina. En la tempestad brutal que viene castigando con su ira sagrada a “los mercados” puede leerse una suerte de re-posicionamiento inevitable. El sistema se purga y al limpiarse no puede sino ser despiadado.
Vuelvo a Friedman. Me sirve mucho para visualizar el modesto costado argentino de esta coyuntura. Comenta el libro Cómo: por qué el cómo hacemos algo significa todo en los negocios (y en la vida), de Dov Seidman, un experto en culturas empresarias éticas convencido de que en nuestro mundo híper conectado y transparente, cómo se hacen las cosas importa más que nunca, porque mucha más gente puede ver ahora cómo uno se maneja y cómo es afectada por cómo uno hace las cosas a través de Internet, gratis y sin restricciones.
Este es un ángulo que sería poco sabio menoscabar, a la luz de lo que viene sucediendo. El desenlace del actual terremoto mundial no serán esos escenarios turbulentos que suelen anunciarse con pirotecnia ideológica y consignas primitivas.
Lo que viene ahora, ineluctablemente, es un retorno a los fundamentos, no el derrumbe del entero edificio; “un mundo –explica Seidman– donde si usted quiere tomar una hipoteca para comprar una casa, necesitará acreditar ingresos verdaderos y antecedentes de haber sido pagador”.
¿Sólo eso? Claro que no, es importante recortarles sus largas uñas a las aves de rapiña y evitar que los bancos puedan vender hipotecas a cambio de montañas de dinero, sacándoselas de encima cortadas en fetas como si fueran fiambre y convertidas en bonos luego enchufados a bancos remotos, como los de la insular y hoy “acorralada” Islandia, ese país que admiraba Borges.
Charles Mackay escribió y publicó en 1841 en Londres un libro donde explica que “el dinero... ha sido a menudo la causa del autoengaño de las multitudes. Naciones sobrias se convirtieron de pronto en jugadores desesperados y pusieron en riesgo acaso toda su existencia apostándola a una pieza de papel. Los hombres piensan y se vuelven locos en manada, pero sólo recuperan la razón lentamente, y de a uno por vez”. De esto se trata, y no de esa “malaria” metafísica a la que aluden, con simplismo autosuficiente, gobiernos periféricos.