COLUMNISTAS
para una mayor institucionalidad

Sin división de poderes no habrá paz social

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El pilar fundamental de nuestra Constitución nacional es el principio de división de poderes. Este principio no es caprichoso: es la clave para que el Estado funcione en beneficio del pueblo. Su fundamento radica en el hecho bien documentado de que el aparato estatal es sumamente poderoso y peligroso: de hecho, el Estado ha sido la institución que más derechos ha violado en la historia de la humanidad. La idea es que el Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial funcionen de forma independiente, y se controlen mutuamente, de forma tal que ninguno pueda violar los derechos de las personas. La evidencia empírica al respecto es abundante: cuando uno observa el mundo, nota cómo los pueblos más oprimidos son gobernados por poderes concentrados y jueces dominados por el presidente. Que en Venezuela o Ecuador se violen sistemáticamente libertades individuales no es casualidad. Y no es casualidad que no suceda ello en Canadá, Suecia o Noruega. Ellos no son necesariamente más honestos ni más capaces que quienes habitamos el suelo latinoamericano. Sucede que, cuando el poder está desconcentrado, los incentivos para ajustarse a los mandatos constitucionales son mayores.

Muchos beneficios pueden percibirse de una auténtica división de poderes, pero quizás el más importante es que, cuando el poder está dividido, y el Poder Judicial no está cooptado por el Poder Ejecutivo, los delitos cometidos por miembros del Estado pueden ser adecuadamente juzgados. Más precisamente, el Estado tiene la capacidad de juzgarse a sí mismo. Ello, a su vez, funciona como una condición de la paz social. Por ejemplo, las manifestaciones en la vía pública que hoy vemos aquí, con gente clamando desesperadamente justicia, serían menos probables, dado que habría confianza en un Poder Judicial independiente.

Diferente es el caso cuando tribunales del Poder Judicial están cooptados por el Poder Ejecutivo. Sin división de poderes, el principal problema con los delitos que se sospechan que fueron cometidos por el Estado es que probablemente nunca se sabrá si efectivamente el Estado fue su autor. En efecto, cuando el poder político está concentrado, y los delitos fueron orquestados desde el poder político, el menos interesado en que estos hechos se aclaren es este poder. Cuando tribunales del Poder Judicial se convierten en adictos al Poder Ejecutivo, el Estado ya no puede juzgarse a sí mismo.  

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La gente eso lo sabe, y siente la necesidad imperiosa de salir a las calles a manifestarse, al menos para expresar tanta indignación. Las manifestaciones por pedido de justicia para Luciano Arruga, Alberto Nisman y Ariel Velázquez, por mencionar algunos ejemplos, tuvieron esta característica. Y lo mismo sucedió con las movilizaciones en Tucumán por el sospechado fraude electoral. La gente tiene indicios de que son delitos cometidos por, o con la colaboración pasiva del, poder político. Pero sabe que, sin división de poderes, ello quizás nunca se probará.

En este escenario, una estrategia perversa de algunos políticos y periodistas ha sido utilizar frases como “esperemos a que la Justicia investigue”, o “la Justicia está trabajando, no hay que adelantarse”, para apaciguar las manifestaciones populares. Pero la gente ya no es tan ingenua. Sabe que sin plena división de poderes, esas expresiones son vacías. Es consciente de que, si hay tribunales cooptados, y el delito provino del Estado, ello probablemente nunca se sabrá.

Entonces tiene que bajar el estándar probatorio, al menos en lo que respecta al ejercicio de su protesta. No es que quiera que sus sospechas sirvan como prueba en un proceso penal. Es que saben que, si tuviera que esperar a que el Estado se juzgue a sí mismo para salir a la calle a manifestarse, entonces no saldría prácticamente nunca.

 

*Abogado.  Profesor de  Derecho.