Hay varias formas de imaginar el apocalipsis. Por un lado, que el candidato a vicepresidente del presidente más inepto de la historia sea la figura más rancia y alambicada del peronismo –un Judas con gomina que no cosecha votos pero logra propaganda mediática. Por otro, una seguidilla de días de lluvia y frío continuos, sumados a un corte total de electricidad en todo el país. En el apocalipsis no hay adónde ir ni adónde volver.
Mientras diluviaba el domingo por la mañana tuve la sensación de que la ciudad estaba sitiada. La casa a oscuras, plagada de una humedad de días. Mi hijo y yo con fiebre, tratando de encontrarle sentido al día. Todo un mundo derrumbado en el Día del Padre.
Una suspensión inaudita del tiempo ante dos catástrofes naturales. Más allá de eso, todas las expectativas comerciales de los negocios, shoppings y restaurantes al borde de la quiebra se vieron defraudadas, una vez más, por la negligencia oficial.
Nadie pudo salvar el mes con esas irresistibles promociones en cuotas destinadas a todos los padres argentinos, porque simplemente el Gobierno se quedó sin pilas.
Recuerdo temporadas apocalípticas de lluvia, sobre todo en China. Allá por 2011. No había días con sol, y la mezcla de lluvia, viento y frío recordaba el otoño cruento de Buenos Aires. Las lluvias eran torrenciales, pero nadie parecía darles importancia.
Todo mi viaje por el sur transcurrió entre lluvias, de paraguas en paraguas, hasta llegar a Pekín. Y como sucede en el orden arbitrario de la memoria, de todo ese periodo no quedan los lugares más bellos, ni los pueblos milenarios, ni los paisajes de montaña, sino una experiencia que duró unas horas y por razones misteriosas ocupa en mi memoria un lugar preponderante cuando pienso en China.
Sucedió en la ciudad de Nanjin. Llegué temprano a la mañana, en ómnibus, un domingo. Salí de la estación y ya llovía. Alguien que no hablaba una pizca de inglés me ayudó a orientarme y me subió a un colectivo y me indicó dónde bajarme. Así, en un lapso de media hora, me encontré recorriendo una ciudad moderna y a la vez milenaria.
De tener que vivir en una ciudad oriental, creo que Nanjin sería la ideal: repleta de parques y ríos, casi no se sentía la densidad urbana, ni la presencia de los rascacielos ni la sobrepoblación. Difícil imaginar una ciudad más amable, que integre la naturaleza.
El colectivo me dejó en las cercanías del parque Zijinshan, que tenía las dimensiones de un distrito, pero era puro bosque. Lloviznaba. En cuanto puse un pie fuera del colectivo, se desató una lluvia torrencial. Tardé dos minutos en refugiarme en una cafetería, completamente empapado. La mayor parte de los visitantes eran familias chinas que llevaban enormes paraguas y no le temían al mal tiempo.
Al rato, adoptado por dos estudiantes que, como en buena parte de Asia, suelen ser solidarios con los extranjeros, emprendí el extenso camino hacia el interior del parque, que culmina en el impactante mausoleo de Sun Yat-sen, primer presidente de China. Un estadista, activista y filósofo que sentó las bases del antiimperialismo en China, y cuya biografía agitada serviría para iluminar la mediocridad de los jinetes que nos gobiernan en este nuevo apocalipsis.