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OSVALDO, EL PASTITO, UNA PELEA DE MUCAMAS Y LA OMERTA DE CUARTA

Sobre codigos y otras supersticiones nativas

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“Pues la moral y la religión no son las mismas para todos, sino que, por el contrario, lo que es sagrado para unos es profano para otros, y lo
que para unos honesto es para otros deshonesto. Así pues, según ha sido educado cada cual, se arrepiente o se glorifica una acción”
Baruch Spinoza (1632-1677); de su “Etica” (1661 a 1675), Parte III: “Definiciones de los afectos”, XXVII, Explicación.

Amalita Fortabat, una mujer de apariencia frágil y frases filosas como puñales –“No, por favor, no tengo la menor intención de actuar en política; digamos que soy partidaria del… poder real”, le confesaba en los años 90 a Vanity Fair–, hubiese definido el interminable juego de provocación entre Desábato, Damonte y Daniel Osvaldo en el último Boca-Estudiantes como “una pelea de mucamas”. Con todo mi respeto por las mucamas, algo así pasó. Durante el partido en la Bombonera, y en un after en los medios que duró demasiado y sirvió para agregarle más nafta al fuego.
Insultaron a mi mujer / Me preguntó cuánto valía mi pase así me compraba y de paso a mi vieja, para que le limpie la casa / Tomá pasto, burro, comé / Ahora comete vos este codazo / Tranqui, que en un rato te hago otro gol, gil / Este muchacho será buen jugador, pero es un boludo / Se hace la estrella y le falta, no es ejemplo para nadie / No seas hipócrita, que en Brasil estuviste preso por decirle negro de mierda a Grafite; y acá le dijiste borracho a Ortega; y asesino a Buonanotte y... Uf.

¿Quién tuvo razón? Nadie; es decir, todos. Como diría Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar, se debe callar”. No lo hicieron. Una pena.
A Osvaldo lo buscan todos: medios, público y rivales, para sacarlo del partido. Una historia que se repetirá mientras juegue aquí. Tendrá que aprender a vivir con eso. ¿Desábato? Buen central, duro, una pesadilla en todo sentido para los delanteros que marca. Lo que pasó se veía venir y es tan viejo como el fútbol, más allá de que el tiroteo verbal estuvo más cerca del conventillo mediático que de la novela negra. Que eso eran, y no otra cosa, aquellos viejos duelos por Copa o campeonato, en los años 60. Cuando el que desenfundaba tiraba. Nada de bla bla.

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No imagino a Osvaldo ofreciéndole pastito al Peta Ubiñas, temible defensor de Nacional de Montevideo. Ni al tucumano Albrecht, Hacha Brava Navarro, Aguirre Suárez o Basile. No había show de cámaras, conferencias de prensa o festejos con cotillón en esa prehistoria llena de guapos borgeanos. Tipos de ley que se jugaban la salud en cada cruce. Pegaban, y si recibían se levantaban rápido, disimulando el dolor. Quejarse era un deshonor que nadie se permitía. Si había revancha, adentro o afuera, mejor. Si no, se iban masticando bronca, dignos, sin decir palabra. Otros tiempos.  

“El no tiene códigos, yo sí”, repiten todos. Es notable cómo, poco a poco, se impuso esa difusa idea de “los códigos”. En el país de “hecha la ley, hecha la trampa”, se recurre a ellos como refugio o como escondite. El código sugiere una ética encriptada, voluble, viscosa, honorable en apariencia. Una especie de Omertà sin densidad trágica ni costado romántico. Algo más berreta, digamos. Se tiene códigos, y ya. A nadie le importa saber más. Con eso alcanza, parece. Qué curioso.

Hay cosas que no se hacen. Los códigos futboleros admiten la trampa como parte esencial de la picardía criolla pero –¡oh, Santo Lacan!– condenan el goce. Con cuatro o cinco goles de ventaja se impone, de oficio, el cese de las hostilidades: todos pasan a jugar a media máquina, regulando, dejando que pasen los minutos, con pases laterales, pelotazos frontales, esas cosas. Una actitud perdonavidas que resulta más humillante que comerse siete u ocho goles. El Bayern de Guardiola, por ejemplo, un equipo serio, honesto, letal, jamás levanta el pie del acelerador; por respeto a sí mismo, al rival y al público que paga para verlos. Bravo por ellos.  

El fútbol admite insultos y/o referencias maliciosas sobre la vida privada para sacar ventaja, siempre que la cosa muera ahí, en el secretismo interno. Pero no perdona el “gaste” en público. Quien la pise, tire caños, tacos y otros lujos cometerá pecado mortal, y si lo hace mientras su equipo gana, será aun peor. El infiel debe ser castigado. Todos lo saben y casi que lo esperan, desde el árbitro hasta el último espectador. Codazo, piña, patada, todo sirve. Hasta sus propios compañeros, íntimamente, pensarán –más allá de sus protestas– que él mismo se la buscó. Dura lex.
Quien sea expulsado intentará “llevarse a uno”. Si nadie muerde el anzuelo de la provocación, fingirá, como un egresado del Actor’s Studio. Esta clase de  deslealtad es tolerada en defensa de un axioma fundacional: “El fútbol es para los vivos”. Incómoda verdad que han hecho suya los árbitros, que afirman, irónicos: “Nadie quiere justicia, lo que piden es injusticia a favor”. El fútbol es así; y funciona como un espejo donde la sociedad se refleja tal cual es, sin maquillaje. Impresiona.

En un país donde se miente en campaña y después también; donde un diario titula en tapa a cinco columnas en modo potencial, diciendo sin decir del todo, por las dudas (¿qué hará, entonces, cuando confirme los datos? ¿Un tríptico, una gigantografía?); donde los candidatos saltan, ¡hop!, como conejitos de la galera; aquí, donde lo que no se tiene se inventa o se compra; donde la Biblia y el calefón mutan en new style; donde la noticia deseada se impone más allá de todo; donde los magistrados, los frentes progre, los funcionarios, los jefes de partidos con elecciones casi ganadas y los grandes intereses parecen cegados por un asombroso impulso autodestructivo, suicida; en este país, digo, el nuestro: ¿no sería bueno preguntarse alguna vez, mirándonos a los ojos, sin repetir libretos ni frases hechas, vacías, de qué diablos hablamos cuando hablamos de “tener códigos”?
Asch sería feliz si tal cosa sucediera.