¿Cuántas veces se ha decretado la muerte de la novela? ¿Y del autor? ¿Y de la propia literatura, amenazada por la radio, la televisión, el cine, Internet? Hablo con un escritor argentino que escribe novelas experimentales y que, sin embargo, cree que toda su ficción es deudora de un solo libro, El Quijote. Converso con otro, más vanguardista aún, que se sabe de memoria las primeras páginas de Madame Bovary en francés y cuya novela favorita es Bouvard y Pecuchet. Le pregunto si no ve cierta contradicción entre las cosas que escribe y su devoción por la literatura del siglo XIX. “De ninguna manera”, me dice. “La literatura del XIX es insuperable. Flaubert, Tolstoi, Dostoievsky, Proust. No hay manera de ignorarla. Lo que no se puede hacer es seguir narrando como lo hacen algunos escritores argentinos, como si todavia vivieran dos siglos atrás”, agrega. Y tiene razón. Un escritor puede o no estar atravesado por la tradición, lo único que no puede hacer es ignorarla. Además, ¿qué sentido tendría hoy intentar escribir una novela realista, total, a la manera decimonónica?
La literatura siempre encontró la manera de reinventarse. Es tan maleable, tan versátil, que durante el siglo XX logró incorporar o hacer suyos otros discursos (los de los medios de comunicación, los de la correspondencia privada, los de disciplinas como la Filosofía o la Psicología, los de Internet) para no quedar sepultada por otras maneras de narrar la realidad o la imaginación. Si lo más interesante de la literatura que se produce en la actualidad va en contra de los dictámenes del realismo como se lo concibió hace dos siglos, esa herencia es retomada hoy por las series televisivas. ¿Qué otra cosa que grandes novelas de aventuras, o complejos retratos sociológicos son, por ejemplo, series como Lost o The Wire, por mencionar apenas dos de las mejores de los últimos años?
La literatura sobrevivió a todo, y nada parece amenazarla, ni siquiera los pronósticos apocalípticos sobre la difusión del libro electrónico. La televisión está sufriendo una importante transformación, permeada por otras formas de consumirla e incluso por Internet, desarrollando contenidos cada vez más complejos, captando la creatividad y la audiencia que en otros tiempos se buscaban en las películas. Eso: ¿y qué pasa con el cine? No son pocos los que creen que ha entrado, hace ya unos cuantos años (si no décadas), en un período de decadencia. ¿Hace cuánto que asistimos a la pauperización de la oferta cinematográfica, volcada casi por completo a la mera función de entretener? ¿Ha dado el cine todo lo que tenía para dar? ¿Ha agotado sus recursos, sus horizontes, sus formas de narrar? Salvo honrosas excepciones, incluso los directores más arriesgados, los autores más celebrados en otras épocas, entregan versiones empobrecidas de su obra o de sí mismos: el riesgo parece haber desaparecido del cine al que se puede acceder, al margen de ciertas producciones independientes o de ciertos festivales. La desesperada respuesta de la industria para atraer al público a las salas parece confirmar y no contradecir este atisbo de decadencia: la proyección en tres dimensiones. En lugar de investigar o apoyar nuevas formas narrativas, se sofistican las maneras de exhibición y proyección. Cosas de las que incluso el espectador menos exigente va a acabar cansándose, más temprano que tarde.