¿Quién va a espaldas de Messi? ¿El Kun Agüero? ¿El Pupi Zanetti? No, va Ariel Pugliese, alias Gusano, barrabrava consabido del club Nueva Chicago y custodio casi oficial en el predio de la AFA en Ezeiza. En el campo de juego ya se verá quién va detrás de la joven esperanza argentina, quién lo asiste o lo releva, quién lo secunda o lo cubre. Fuera de la cancha, ya se sabe: el que va detrás de él es el Gusano Pugliese, reciclado como guardaespaldas del frágil crack a quien apodan Pulga. Así surgió de versiones fidedignas.
Mientras tanto, desde La Plata, llega otra noticia del mundo del fútbol: el agente Osvaldo Domínguez, integrante de la fuerza policial pero además, por si fuera poco, integrante del Comité de Seguridad Deportiva o Coprosede, quedó detenido por presumirse su colaboración con los integrantes de la barra brava de Estudiantes de La Plata cuando, en ocasión de la semifinal contra Nacional de Montevideo, agredieron a ajenos (robo de banderas a los uruguayos) y a propios (un balazo a Sergio Chans, pincharrata como ellos pero de una fracción enemiga). Agréguese el detalle de que el jefe de esa barra, ahora detenido por sospecha de homicidio, es él mismo policía exonerado de la Bonaerense.
La frecuentación de los cuentos de Borges nos alienta a razonar que estas dos historias en verdad son una sola. La historia del barrabrava que se convierte en agente de seguridad y la historia del policía que se convierte en barrabrava se corresponden como en un espejo: son una sola y misma historia contada en su anverso y su reverso. Ya sabemos en qué consiste la utopía del Estado argentino respecto de la violencia popular: convertir al gaucho malo en gaucho bueno, sosegarlo, domarlo, amainarlo, hacer de un Juan Moreira un Segundo Sombra. Por eso se consiguió en definitiva la casi unánime exaltación de Martín Fierro: el gaucho rebelde de ida, el gaucho obediente de vuelta; el gaucho delictivo de ida, el gaucho trabajador de vuelta; el gaucho quejoso de ida, el gaucho consejero de vuelta. Una historia de domesticación: la violencia popular neutralizada.
Dentro de esa historia, sin embargo, se aloja otra: la historia del sargento Cruz. Borges, que del universo popular sabía mucho, atinó a poner el foco justamente en él, para inventarle una vida y contarla. En el cuento que escribió, Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, dos aspectos se subrayan. Uno, que Cruz era él mismo bien arisco y delincuente, y pese a eso –o por eso mismo; en verdad, por eso mismo– el Estado lo incorporó, lo convirtió en policía y procuró direccionar su violencia en función de sus propios fines: en vez de eliminarla, volverla útil, evitar su despilfarro y su amenaza. El segundo momento, famosísimo, es cuando a Cruz le toca enfrentar a Fierro al mando de la partida y en una revelación descubre, muy borgeano en definitiva, que él es el otro y el otro es él. Entonces, se pasa de lado, y así es como se cruza Cruz: es policía pero se une para pelear junto con Fierro, el perseguido.
¿Hasta dónde el Gusano Pugliese es Cruz? ¿Hasta dónde es Cruz Osvaldo Domínguez? Hay una historia sinuosa y continua de estatización de la violencia existente y de deslizamientos del Estado hacia el mundo del delito. Una historia que va desde El matadero de Esteban Echeverría hasta Operación Masacre de Rodolfo Walsh: la cifra de un fracaso político argentino. Tal vez a los debates sobre seguridad pueda convenirles tener un poco menos de estadística y un poco más de literatura.