Siguen discutiendo el tema del canal de la Ciudad.
Cuando la menemista privatización del correo argentino, muchos argumentaron en favor y en contra de la medida. En la disputa, como suele ocurrir, y para decirlo en riojano, ganó el más mejor, es decir, el que más dinero apostó para persuadir a sus adversarios.
Entre los argumentos se dijo de todo, pero exaltados por la sombra de Yabrán, (¿Murió Yabrán? ¿Existió Yabrán alguna vez? ¿Queda algo de Yabrán en el mundo?), nadie planteó seriamente el tema de la seguridad nacional.
Nadie se preguntó por qué en el Reino Unido y en Estados Unidos el correo nunca cayó en manos privadas.
En Inglaterra, ni siquiera es estatal: el Royal Mail es una de las graciosas propiedades de la corona y entre nuestros amigos del Norte, es un servicio y un deber irrenunciable del Estado.
Son naciones que siempre emprenden guerras con firmes propósitos de ganar y por eso preservan sus correos y sus obsoletos sistemas de estampillas, telégrafos y carteros a domicilio. La institución del correo comparte con bancos, jueces y notarios la facultad de certificar fechas y, a la vez, sus obsoletos correos son el único medio confiable de conectarse con los ciudadanos para movilizarlos a la guerra, o para comunicarles la muerte de sus familiares en el frente de guerra, algo que en Oriente Medio se ha vuelto frecuente.
A pocos años de la derrota de Malvinas, la licitación de nuestro correo favoreció a un consorcio entre el mayor banco privado local, un holding polirrubro y… ¡La empresa Real del correo británico!
Algunos encontrarán ridículo que una institución así de atávica sobreviva en un mundo que funciona a pleno enganchado a Internet.
Son los que creen que la web es tan natural y abundante como el aire y el agua, sin advertir que, aunque “más o menos podridos”, como acertó a decir el ministro tupamaru José Mujica, los elementos naturales siempre estarán ahí, pero a la frágil web le bastará una interrupción de energía o el cambio de posicionamiento de unos pocos satélites controlados por las potencias espaciales para disolverse en el éter.
Volvemos al Canal de la Ciudad. Una ciudad autonóma tendría buenos motivos para contar con un canal. Pero el de esta Ciudad no fue un canal, sino apenas una señal distribuida por el único canal que monopoliza la audiencia: la red de cables que afea el espacio aéreo de Buenos Aires y que desde 2007 es propiedad del mismo grupo económico que posee el mayor diario, la mayor parte de la oferta de papel para prensa y el mejor acceso a los créditos de la banca oficial y a los favores publicitarios del Estado.