El Gobierno trastabilló y cometió unos cuantos errores en los días que siguieron a la muerte del fiscal Nisman. La propia Presidenta, desbocada, dio varios “pasos en falso”, que es la más benévola caracterización que puede darse al manoseo practicado en sus dos inolvidables cartas sobre el asunto.
Pero pasado el desmadre inicial, hay que reconocer que recapacitó y eligió la que probablemente sea la mejor de las opciones que tenía a mano: volver a polarizar la escena entre la Argentina feliz que siempre busca encarnar, representada en los millones que se han tomado o están por tomarse vacaciones, y el campo de la frustración y la tristeza. Campo al que pertenecen ahora, obviamente, tanto el fiscal fallecido como todos aquellos a quienes los atormenta su suerte.
De ello se desprende la invitación a ignorar u olvidar el asunto. Porque una vez muerto, Nisman debe desaparecer. Y la mejor forma de lograrlo es que su muerte se normalice, de la forma en que se normalizan las muertes en este país, por cansancio y resignación: nunca sabremos lo que pasó, elija usted su hipótesis y confórmese con eso.
La propia Cristina hizo punta en la Casa Rosada el viernes pasado: ni lo nombró, sólo elípticamente se refirió al tema para ponerse en víctima de los jueces y fiscales, que la quieren callar, y de Lagomarsino, que la insultó en un tuit años atrás. Ante semejantes atropellos, ¿por qué iba a tener que explicar la desprotección en que se dejó a la única víctima real de estos días? ¿O su papel en el involucramiento cada vez más intenso de los servicios en la vida judicial y política del país?, ¿o en la guerra entre facciones de espías?, ¿o en las invitaciones a acallar al fiscal que se lanzaron desde el Gobierno días antes de su muerte, y que tal vez actuaron sobre alguna de estas facciones como aval para aterrorizarlo o directamente eliminarlo?
La operación oficial se completa achacando la muerte a campañas de poderes oscuros que quieren perjudicar al país, entre los que descuella, como siempre, el periodismo independiente, esos malditos sin alma ni sentido nacional; y ahora también los extranjeros que “nos traen acá conflictos que están causando desolación, muerte y agobio en otros lugares”. Entre los que la Presidenta, cada vez menos sutilmente, incluye a las entidades judías argentinas atribuyéndoles “origen israelí”. Unos y otros pretenden involucrarnos en “toda esa mugre que hay afuera”, afirmó. A nosotros, un país de lo más sano y próspero, como se comprueba en las multitudes que pululan en la costa.
Usted elige, entonces: Nisman y la pálida, o el verano, última gran conquista del modelo inclusivo de matriz diversificada. Que Cristina está decidida a defender con uñas y dientes, para que nadie vuelva a amargarnos. Con las cartas sobre la mesa, se dedicará seguramente en los próximos tiempos a inocularnos dosis crecientes de su terapia: una en que el verano ES la droga.
¿Puede funcionar? Como toda droga, nuestra dependencia de ella crece a medida que la realidad que nos rodea se vuelve más angustiante. No por nada, a las vacaciones también las llamamos “escapadas”. Así que tal vez la acumulación de preocupaciones no juegue en contra sino a favor del Gobierno: él nos ofrece una vía de escape, y muchos preferirán aprovecharla. ¿Qué mejor que poner la mente en naranja si andamos de malas? Las alusiones más simpáticas y relajadas que nunca que Cristina dedicó a Salvavidas Scioli en su discurso del viernes en Casa de Gobierno no fueron sino la frutilla de este postre que van a tratar de que dure todo el año.
Los simpáticos gestos hacia Scioli tienen también otras razones. Con su “kirchnerismo con rostro humano”, el bonaerense siempre ha sido una reserva de votos y opinión favorable en los momentos de crisis. La Presidenta leyó bien las encuestas, según las cuales su caída en el favor popular es más del doble que la que sufrió el ex motonauta, y actuó en consecuencia. Además, seguramente le preocupa el desdoblamiento de elecciones provinciales, que va extendiéndose, y el hecho de que, por más que se ha acortado el plazo de renovación de deudas de los distritos con la Nación, la mayoría de ellos sigue cortejando a Scioli y manteniendo a resguardo la confección de sus listas locales. La versión según la cual el virulento documento del PJ sobre Nisman fue una imposición de la Rosada no fue desmentida por ningún cacique peronista, más bien fue fogoneada por varios de ellos: les permitirá decir, si las encuestas no se revierten, que también han sido víctimas, rehenes de la autocracia K.
Como sea, el oficialismo apuntará a recauchutar por un tiempo más la polarización que tantas alegrías ya le dio, la que contrapone, en clave Cinzano, “el país que está de fiesta”, el suyo, al amargado y fracasado, el que no festeja porque no se lo merece, y vive incubando rencor. Polarización que, sabemos bien, funciona incluso para muchos que ven la fiesta de lejos, los que cada vez tienen menos chance de tomarse vacaciones pero preferirán lógicamente identificarse con los que les prometen al menos alegrías sustitutas, antes que plegarse a quienes sólo son capaces de sumar amarguras a las que ya experimentan.
Que esa estrategia de polarización y olvido pueda ser la mejor para el Gobierno no significa que sea la mejor para que se sepa alguna vez qué pasó con Nisman (y con la AMIA, con el pacto con Irán, etc.). Ni mucho menos que sea la mejor opción para el país. Al contrario, hace rato que los intereses del Gobierno y los del resto de los argentinos vienen a las patadas, y a medida que pasa el tiempo tienden a estar más y más en las antípodas. Por lo que difícilmente la discordancia vaya a suavizarse antes de diciembre próximo.
En el camino, al oficialismo se le hará difícil seguir luciendo caretas de mínima civilidad. La brutalidad de sus discursos y gestos se incrementará. No se escuchó una condolencia de la Presidenta, como de casi ninguno de sus funcionarios. Tampoco una promesa de verdad y justicia. Y sí se escucharon y siguen escuchando paladas de fango contra la víctima, sus investigaciones y todos los que se preocupen por ellas. Desde la insinuación de homosexualidad, hasta el señalamiento de un supuesto desequilibrio afectivo y mental, pasando por descalificaciones profesionales y vínculos espurios. Pero la mayor novedad es contextual. Los kirchneristas siempre fueron brutales, incluso más allá de su propio beneficio, no podían evitarlo. Pero ahora lo son parados en la tumba de un adversario al que no se sabe si colaboraron en eliminar, pero a cuya muerte directa o indirectamente sin duda contribuyeron. Lo que están diciendo es que no tienen por qué arrepentirse, y que Nisman se lo buscó. Hay que tomar nota del salto cualitativo que ello significa en términos de la degradación de la vida pública.
Argentina es un país complicado, en el que las tendencias autoritarias, violentas y maniqueas suelen, si no ser, al menos poder volverse mayoritarias. Cristina Kirchner lo sabe y apuesta a que es mejor que la consideren cómplice de una muerte antes que débil. Ojalá se equivoque, y pague un costo más alto del que espera por desentenderse no sólo de la responsabilidad pública que le cabe en aclarar y eventualmente castigar la muerte de un funcionario que se volvió su adversario, sino de algo que resulta aún más básico y urgente para cualquier persona decente: evacuar las sospechas que la involucran.